Derrotado ayer Feijóo en el Congreso, y salvo que este viernes se produzca un tamayazo, le toca subir al cuadrilátero a Pedro Sánchez, The Comeback Kid, el púgil que siempre vuelve a levantarse cuando le dan por noqueado. Pues bien, les voy a confesar una cosa: no soy de los que piensan que hemos perdido un mes por el empeño del gallego en que la carrera de San Jerónimo certificara lo que sabíamos desde la noche del 23 de julio, que el PP y Vox no habían pasado. La España que usa la cabeza para pensar y no para embestir, que diría Machado, ha aprovechado este tiempo para romper un tabú. Para cavilar sobre la posibilidad de una amnistía para los implicados en el procés.
Feijóo aludió a esa hipotética amnistía desde su primer minuto en la tribuna de oradores, y ya no paró de mentarla. Muy en su línea ceniza, la presentó como una catástrofe apocalíptica, la antesala del fin de España. ¿Y si fuera justo lo contrario?
Los filósofos de la antigua Grecia recomendaban hacer de la necesidad virtud, convertir en un bien algo que no puedes eludir. La amnistía, creo, puede entrar en este campo. Sánchez parece necesitarla para conseguir su investidura como presidente, de acuerdo. ¿Pero no podría ser también un instrumento útil para algo más profundo y duradero? Para cicatrizar las heridas de los penosos sucesos del otoño de 2017. Para abrir un tiempo nuevo en las relaciones entre los catalanes y entre Cataluña y el resto de España. Borrón y cuenta nueva, sí.
Aquí y en muchas partes, las amnistías se han usado, precisamente, para finiquitar situaciones excepcionales con una medida excepcional. Cambios de régimen, pero también pacificaciones políticas o sociales. O por decirlo con la fórmula empleada ayer en este periódico por Javier Gallego, “enmendar situaciones que han descarrilado”. Supongo que todos estaremos de acuerdo en que lo ocurrido en 2017 fue un descarrilamiento. Unos fueron peligrosamente temerarios, otros lamentablemente incompetentes.
Conozco las objeciones a la amnistía. De todas, la de su posible inconstitucionalidad me parece la menos sustancial. Doctores tiene la iglesia para redactar una ley que encaje con el espíritu de la Constitución, que no fue otro que el de la reconciliación. Me interesa más reflexionar sobre sus potenciales beneficios colectivos.
Es indudable que los indultos a independentistas otorgados por Sánchez en 2021 han sido útiles para desinflamar la crisis catalana. Entonces, ¿por qué negarse a seguir empleando esta medicina? ¿Por qué limitarla a unos cuantos cabecillas del procés, dejando en el banquillo de los acusados a cientos de sus seguidores y también a los policías que abusaron de la fuerza en la represión del referéndum del 1-O?
En una democracia excelsa no serían necesarios indultos y amnistías, lo sé, pero ni la española ni ninguna otra lo es, y es por tal razón que existen los instrumentos de gracia. Para permitir al legislativo y al ejecutivo corregir determinadas situaciones. Por injustas o, en ocasiones, tan solo por manifiestamente inconvenientes.
Detesto los nacionalismos, todos los nacionalismos. Así que no necesito que nadie me recuerde que Puigdemont y los suyos pretendieron en 2017 algo para mí indeseable, utilizando, además, medios divisivos y poco o nada conformes con la legalidad vigente. Sin embargo, no veo esto contradictorio con pensar que la democracia española no respondió de modo inmejorable a aquel delirio. Replicó con la pereza intelectual y política de Rajoy, un subidón de nacionalismo españolista, las porras de los guardias y la saña de jueces derechistas.
Ah, ya escucho la pregunta: “¿Es que usted los hubiera dejado sin castigo?” No, en absoluto. Se ganaron un correctivo, pero proporcionado a los hechos. Desobedecieron y quizá malversaron, pero no derramaron sangre y cancelaron de inmediato su declaración de independencia. Ni dieron un golpe de Estado ni se alzaron con violencia, como han sentenciado varios tribunales europeos.
Y, sobre todo, más que enzarzarse en discusiones de patio de vecinos sobre quién tuvo la culpa, opino que una España aquejada de otros males bastante graves necesita sosegar las querellas territoriales.
¿Cuál es la alternativa? ¿Encarcelar a Puigdemont y a los cientos de separatistas que no fueron indultados? ¿Arrojar gasolina sobre un fuego que se ha ido apagando? Se lo pregunto sin la menor acritud, señor González.
En el debate de investidura, nos quedó claro lo que no haría Feijóo de ser presidente: pactar con los independentistas y dar una amnistía. También lo que haría: agravar las penas de malversación y crear el delito de “deslealtad constitucional”. Prohibir y castigar, esta sigue siendo la alternativa de Feijóo y su socio Abascal.
Escucho otra objeción: “Vamos, que usted dejaría que lo volvieran a hacer”. Respuesta negativa de nuevo. Como ha señalado aquí mismo Nicolas Sartorius, la amnistía de 1977 benefició a gente que había cometido delitos tan graves como la tortura y el asesinato, pero no despenalizó la tortura y el asesinato. Quien volviera a las andadas tras aquella medida de gracia, tendría que vérselas con la ley.
Sin renuncia, implícita o explícita, a la unilateralidad en materia de autodeterminación, es difícil, por no decir imposible, la clemencia con el procés y la apertura de un diálogo racional para un mejor encaje de Cataluña en el Estado español. Los progresistas no les estamos pidiendo a los independentistas que renuncien a sus sueños y a su retórica, tan solo que bajen a tierra.
Sánchez es un artista en lo de hacer de la necesidad virtud. Empezó queriendo gobernar con Ciudadanos, pero, al tener que hacerlo con Podemos, giró a la izquierda. Bendito oportunismo que nos ha dotado de un escudo social frente a la pandemia y la guerra de Ucrania. Hizo piña con el PP con el artículo 155 ante el procés, pero luego indultó a algunos de sus protagonistas al necesitar el apoyo parlamentario de ERC. Bendito oportunismo que ha aportado serenidad en Cataluña y toda España.
Ahora puede tener que hacerlo de nuevo. Y les digo una cosa: a mí me importa un pepino que sea por necesidad. He llegado a la conclusión de que la amnistía es en sí misma una idea virtuosa para salir del laberinto del conflicto catalán. Haya investidura de Sánchez o tengan que repetirse las elecciones por la cabezonería de los independentistas.
El perdón es el privilegio de los fuertes, han dicho sabios de todos los tiempos. La España que prefiere embestir a pensar ni se cosca de ello. Anda muy escasa de sutileza.