¿De verdad necesita Europa más gasto militar?

El filósofo Francisco Fernández Buey recordó que “todavía en 1984 muchos europeos bien informados pensaban que habíamos entrado irremisiblemente en la fase ‘exterminista’ de la historia de la humanidad”, y que “por entonces se hacían cálculos acerca del mes de 1985 en que previsiblemente iba a empezar la nueva guerra librada con armas nucleares en Europa”. Sin embargo, sorprendentemente todo comenzó a cambiar muy deprisa: llegó la perestroika, el colapso de la Unión Soviética, la hegemonía estadounidense y su ideología neoliberal, la crisis de identidad de las izquierdas europeas y el triunfante posibilismo de las socialdemocracias, el dogma del libre mercado… Con ello, la amenaza de la destrucción mutua pareció desaparecer de las mentes europeas.
Hasta cierto punto. Por un lado, las guerras continuaron en todas partes del mundo, y muchas veces promovidas directamente por los adalides de la libertad occidental. Estados Unidos emergía victorioso de la guerra fría, y tras más de un siglo interviniendo en la política nacional de otros países -financiando a los elementos más reaccionarios o directamente incitando golpes de Estado a fin de evitar que gobernaran las izquierdas-, ahora tenía manga ancha para hacer y deshacer el mapa mundial a su antojo. La diplomacia estadounidense siempre supo combinar la zanahoria de la narrativa liberal-democrática con el palo del chantaje, las amenazas y la coerción militar. La retórica también cambió, y progresivamente pasamos de la excusa del mundo libre –de comunistas– al mundo libre –de terroristas–. Sin embargo, detrás siempre asomaba el rastro de los recursos y la geopolítica: el cobre, el gas, el petróleo…
Por otro lado, en aquellos años ochenta muchas izquierdas se reubicaron en el ecologismo. Desde veinte años antes era ya evidente que el cambio climático y la destrucción ambiental eran también amenazas existenciales para la especie humana. La guerra en este caso la promovía el modelo de producción y consumo contra la vida misma. De hecho, al calor del trabajo del biólogo Barry Commoner, muchos activistas pasaron del movimiento pacifista contra las armas –y los reactores– nucleares al movimiento ecologista. En España, el principal teórico marxista, Manuel Sacristán, fue ejemplo paradigmático de esa transición. El resto de las izquierdas bien quedaron fosilizadas en el clima de la guerra fría -con su folklore prácticamente intacto- bien fueron absorbidas por un estado de época militarista que expresó muy bien el renovado fervor pro-OTAN de la socialdemocracia española.
Cuarenta años más tarde de aquel 1985 al que hacía referencia Fernández Buey, la geopolítica parece haber mutado en su forma. Pero no tanto en su contenido. Al fin y al cabo, para reproducirse el sistema económico necesita de la provisión de recursos naturales baratos –materiales, energías, pero también alimentos y seres humanos–. De hecho, una parte considerable del modo de vida occidental depende directamente de la violencia y la guerra que se ejercen en otras partes del planeta a fin de garantizar la entrada de flujos de recursos y energías procedentes de aquellos países donde, para su desgracia, estos recursos son abundantes. Este otro tipo de imperialismo es conscientemente invisibilizado para que no veamos en nuestros smartphones, ropa o gasolina el feo rastro de las minas de cobalto, los talleres clandestinos asiáticos, las expropiaciones indígenas, la deforestación del Amazonas o la violencia necesaria para construir nuevos gaseoductos y oleoductos.
El problema para el sistema económico es que estos recursos son cada vez más escasos, cuestión que es agravada por el calentamiento global y la crisis ecosocial. En consecuencia, las nuevas formas de explotación y apropiación son más descarnadas, pero no distintas. En los últimos meses Donald Trump ha amenazado con anexionarse Groenlandia para hacerse con sus recursos minerales, y de momento una legión de reaccionarios muy bien financiados, operando bajo la etiqueta de youtubers e influencers, ha aterrizado en el ártico para desinformar y promover una rebelión que ponga las cosas más fáciles a la nueva administración estadounidense. Por cierto, un tipo de intervención no muy distinto de lo que ocurre en España con una red de desinformadores que dedica su tiempo a difundir la idea de que Rusia invadió justificadamente Ucrania para desnazificar el territorio –y no impulsada por su ultranacionalismo secular y la sed de recursos ucranios–.
Como he dicho Europa occidental llevaba mucho tiempo sin sentir lo que es una guerra en su territorio, pero los tambores de guerra vuelven a sonar. Algunos más que otros, pero los países temen una invasión militar. ¿Invadirá Rusia también Finlandia o Suecia? ¿Invadirá Marruecos a España? En realidad, la existencia de potencias nucleares sugiere que hay disuasión suficiente para evitar conflictos de destrucción mutua. Aunque no todos pueden ejercer esa disuasión, y si no que se lo digan a Ucrania. En todo caso, y agitados por estas hipótesis, muchos se lanzan a pedir más gasto militar. Y tan fuerte es el griterío que se ha llevado por delante la otrora inflexible ortodoxia económica que tan cara salía al gasto público. Debe ser que si el gasto público son aviones y tanques –y no profesoras y médicas– sí es técnicamente viable dedicar miles de millones de euros en el presupuesto.
Pero seamos claros. El problema de Europa no es el gasto militar, ya que ni siquiera tiene un ejército conjunto y/o coordinado y, al menos hasta ahora, depende de una organización internacional –la OTAN– que responde principalmente a los intereses imperialistas de Estados Unidos. El verdadero problema de Europa es que no ha respondido adecuadamente a si es capaz de garantizar la seguridad energética y la seguridad alimentaria a su población actual, es decir, si es económica y energéticamente autónoma de otros bloques de poder que ahora mismo suponen una amenaza. Sin resolver estas otras dos cuestiones, ni siquiera multiplicar por diez el presupuesto militar serviría de algo.
Naturalmente, responder a estas preguntas exige una mayor profundización política y una mayor cohesión social. Nada de eso puede conseguirse si la Unión Europea se mantiene aferrada a las normas económicas neoliberales que limitan los presupuestos comunitarios. Más al contrario, como puso de relieve el plan de recuperación frente a la pandemia, lo que Europa necesita con urgencia es disponer de mecanismos de financiación común –nuevos mercados de capitales, eurobonos o directamente recuperar el control democrático del Banco Central–. Sólo así podría financiar no sólo la creación de un ejército conjunto sino, sobre todo, las políticas de transición ecológica y energética que aseguren a la Unión Europea su autonomía frente a los intereses rapaces de Estados Unidos y Rusia. Por otro lado, la cohesión sólo podrá lograrse con una profundización de derechos sociales y políticos que refuerce una identidad compartida, alejando la tentación que sobre mucha gente ejerce el populismo reaccionario y nacionalista.
Me temo que todo lo que no pase por ahí supondrá una lenta agonía en la cual ciertos países europeos serán cooptados por los intereses de las potencias más grandes –como ocurre actualmente con Hungría–, lo que debilitará aún más la capacidad de intervención de la Unión Europea. Y, por cierto, España no necesita a la OTAN ni a Estados Unidos, pero sí necesita a Europa.
Y Europa tiene que elegir. Puede continuar siendo un actor subalterno en la pugna geopolítica global, sometido a los dictados de Washington y dependiente de recursos externos cada vez más difíciles de asegurar, o puede asumir con seriedad el reto de su autonomía estratégica, no en clave militarista, sino en términos de soberanía energética, alimentaria e industrial. Esto último exige abandonar el dogma neoliberal que ha desmantelado sus capacidades productivas y debilitado su cohesión social. No es con más gasto militar como Europa garantizará su seguridad, sino con una transformación profunda de su modelo económico, que le permita reducir su dependencia de los flujos globales de energía y materiales, redistribuir la riqueza con justicia y hacer frente a la crisis ecosocial con algo más que retórica vacía. El freno de emergencia no es más gasto en armas, sino en reconstruir un futuro donde la seguridad no se mida en tanques, sino en estabilidad, capacidad de adaptación y justicia social.
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