Nada es lo mismo si atendemos al estado de ánimo colectivo en un momento concreto de una sociedad. Lo personal es político y lo que les pasa a los políticos y a los ciudadanos en el ámbito personal, las percepciones y los sentimientos mueven nuestras decisiones, seguramente mucho más que nuestros argumentos y nuestras razones.
Uno se levanta por la mañana y lo primero que percibe es su estado de ánimo frente a lo que le espera ese día. A España le pasa lo mismo. Se levanta y se encuentra con mentiras no rebatidas, linchamientos públicos, instituciones que no funcionan, un futuro incierto en lo económico, jóvenes sin perspectivas, pensiones no garantizadas, partidos políticos en decadencia, debates inocuos, dobles legitimidades, presidentes que mienten o que huyen, una televisión que todo lo frivoliza, medios de comunicación al rebufo de las oleadas tuiteras de saña y avidez de sangre. Cualquier buena noticia es percibida inútil ante tanta negatividad. Ante ello, cunde el desánimo, la indignación y la duda. En ese caldo, en ese ánimo colectivo, no es fácil que afloren buenas intenciones. La gente tiene motivos para reaccionar con desdén o desapego, o enfado, o saña.
Con este nuevo entorno en el que estamos aprendido a vivir, un entorno de libre circulación de las ideas sin criterio, donde una noticia es noticia por ser viral y no por ser importante o verdad, es normal consecuencia la osadía de opinar sin saber o de hacer campañas emocionales que soliviantan a unos y a otros por el simple gusto de acumular retuits.
No apreciamos la verdad, ni el conocimiento de los detalles. Nos quedamos en la espuma y nos dejamos arrastrar por los torbellinos de opiniones de la meritocracia cuyo único mérito es el número de seguidores en las redes sociales.
Ya no distinguimos la información del desahogo, que antes se llamaba opinión. Confundimos el conocimiento con la catarsis, el deseo con el odio y, lo que es peor, la tristeza, que en colectivo nos produce todo esto, con el odio. No vayamos a olvidar que el odio público es el germen de lo peor que la Humanidad ha generado: la xenofobia, las opresiones y las guerras.
Nada más saludable que un hecho que torne la tristeza en ilusión y euforia. No se me ocurre nada mejor que un Mundial de fútbol, que aúna esperanzas, colectiviza la ilusión y evade de los verdaderos problemas. Menos Puigdemont y más Iniesta.
Leo a mi admirado Daniel Innerarity, su libro “Política para perplejos”, y me hace pensar en cómo estamos presos en los sesgos cognitivos, a oscuras en nuestra celda, obligados a ver, no lo que nos muestran los ojos, sino sólo aquello que nos encaja en el marco mental que hemos comprado sin preguntarnos nada más.
“Nunca fue más liberador el conocimiento, la reflexión, la orientación y el criterio. Hace no muchos años el debate era si los cambios se producían en nuestras sociedades mediante la revolución o la reforma. Actualmente, el cambio no se produce ni por lo uno ni por lo otro, ese ya no es el debate, sino por un encadenamiento catastrófico de factores en principio desconectados”. Hemos perdido el control.
PD: Sirva este artículo de humilde homenaje al periodismo valiente y sosegado, profesional y honesto.