En el contexto de diversos debates que atravesaban al feminismo francés en los años dos mil, Judith Butler, en una entrevista en la que se le preguntaba su opinión acerca de las controversias del momento, se remontaba a la escisión del feminismo norteamericano en los años 80. Butler recordaba el debate abierto por Catherine MacKinnon sobre el acoso sexual, punto de inicio de un cisma dentro del movimiento feminista que ha llegado hasta hoy. En The sexual harassment of working women (1979), MacKinnon problematizaba la capacidad de las mujeres trabajadoras para decir “no” a las insinuaciones sexuales de hombres en posiciones de poder. La autora quería poner sobre la mesa el hecho de que en los contextos laborales las mujeres que rechazaban invitaciones sexuales por parte de sus jefes se exponían a represalias y que, por lo tanto, su capacidad de consentir y expresar su voluntad quedaba en entredicho.
Esta llamada de atención de MacKinnon sobre los espacios laborales -a los que Butler añade los espacios universitarios y podríamos añadir otros ejemplos en los que se da una gran concentración de poder en puestos mayoritariamente ocupados por hombres (pensemos, por ejemplo, en el ejército)- podría haber tenido como conclusión que hay que contextualizar la sexualidad. Cuando una persona tiene un gran poder sobre la vida de otra y tiene, en consecuencia, la posibilidad de abusar de ese poder, podríamos ser puntualmente, y en algunas ocasiones debidamente justificadas, más exigentes con las pruebas o garantías que necesitamos para dar por buena la capacidad de consentir de las personas en posiciones subalternas, generalmente las mujeres.
Del acoso sexual a la sexualidad como acoso
Sin embargo, como dice Butler, “Catherine MacKinnon tomó una dirección diferente. Pronto añadió a su argumento inicial que los hombres tienen el poder y que las mujeres no lo tienen; y que el acoso sexual es un modelo, un paradigma que permite pensar las relaciones sexuales heterosexuales como tales. En alianza con Andrea Dworking, MacKinnon llega a describir a los hombres como si siempre estuvieran en la posición dominante, y como si la dominación fuera su único objetivo, así como su único objeto de deseo sexual. A mi parecer, esta evolución fue un error trágico. En consecuencia, la estructura del acoso sexual dejaba de ser concebida como una contingencia determinada por un contexto institucional: se generalizó hasta el punto de manifestar una estructura social en la que los hombres dominan y las mujeres son dominadas. Por tanto, las mujeres eran siempre víctimas de chantaje, se encontraban siempre en un ambiente hostil. Peor todavía, el mundo mismo era un ambiente hostil y el chantaje era simplemente el modus operandi de la heterosexualidad” (Butler, 2003). Esta extensión del acoso sexual, convertido en la lógica misma de la sexualidad, llevó al feminismo abolicionista a considerar el sexo como un terreno inevitablemente peligroso para las mujeres, a convertir la pornografía en el símbolo y la representación privilegiada de ese paradigma sexual, a demandar un fuerte papel protector del estado y a poner en marcha políticas prohibicionistas y punitivas en nombre de nuestra seguridad. Bajo las premisas de un enorme sistema de abuso de poder generalizado, el feminismo generalizó también, y de modo igualmente sistemático, la incapacidad que las mujeres tenemos de dar nuestro consentimiento. Y este feminismo no solamente puso en entredicho la capacidad de decir “no” que tenían las mujeres en el terreno de la pornografía o de cualquier forma de trabajo sexual. Declaró antifeminista el sadomasoquismo y otras muchas formas supuestamente violentas o denigrantes de sexualidad ya que, aunque las mujeres las aceptaran -aunque dijeran explicitamente sí- no estaban en condiciones de consentirlas con libertad. Así, el abolicionismo americano infantilizó a las mujeres y restauró en nombre del feminismo un puritanismo sexual que encontró felices alianzas con el moralismo conservador de la derecha americana de Reagan.
De la Manada como caso a la Manada como modelo
Aquellos debates americanos, pertinentes para Butler para pensar las encrucijadas del feminismo francés de hace dos décadas, son igualmente iluminadores para comprender nuestro propio contexto de hoy. Los últimos años los periódicos y las televisiones se han llenado de casos en los que la capacidad de las mujeres para consentir una relación sexual -bien por ser menores de edad, por haber consumido drogas, por estar inconscientes- se veía completamente anulada o seriamente comprometida. Este tipo de ejemplos han cobrado una enorme presencia, sobre ellos hemos centrado nuestros análisis y nuestros imaginarios para pensar la libertad sexual. El caso de la Manada es probablemente el acontecimiento más relevante de un giro que, como el feminismo de MacKinnon, nos lleva a una mirada sobre la sexualidad que toma la parte por el todo. Así como las relaciones sexuales en contextos laborales nos obligaban a pensar el consentimiento en condiciones de especial desigualdad institucional, el caso de la Manada ponía sobre la mesa que puede haber ocasiones en las que una importante desigualdad o un contexto altamente intimidatorio -por ejemplo cinco hombres en un portal- ponga especialmente en cuestión la libertad de una mujer para expresar su voluntad. En efecto, a veces no es posible decir “no” y es imprescindible que nuestras leyes tengan instrumentos para juzgar correctamente esos casos excepcionales, pero como dice Lucía González Mendiondo, “no podemos actuar contra las agresiones sexuales tomando La Manada como modelo”. Una cosa es pedir que las leyes tengan herramientas para abordar correctamente los contextos particulares en los que el consentimiento está comprometido, resulta particularmente problemático o está directamente imposibilitado. Otra muy distinta es extender una visión de la sexualidad en la que las mujeres son, más allá de todo contexto, incapaces de decir siempre que no o expresar la voluntad. Pensar la sexualidad como si las mujeres estuviéramos siempre en condiciones de desigualdad insuperable, como si siempre estuviéramos en peligro, como si la intimidación no se produjera en determinados contextos sino que el sexo fuera siempre intimidatorio, es altamente reaccionario. Consolida la tradicional imagen femenina de la fragilidad y la vulnerabilidad y acaba reproduciendo el lugar que el patriarcado siempre ha asignado a las mujeres y fortificando los límites de nuestra libertad sexual.
Del "no es no" al "sólo sí es sí”
Este giro en la mirada sobre la sexualidad ha sido en parte potenciado por el uso que ha tenido el lema “sólo sí es sí” en un contexto social sacudido por el caso de La Manada. El problema, justamente, es ese. El contexto amenazador de aquel portal oscuro no es el mundo en el que vivimos y pensar desde ese escenario el conjunto de la sexualidad limita y restringe las posibilidades de ampliar nuestra libertad al instaurar un escenario de peligro que acaba trayendo consigo la negación de nuestra voluntad.
Si el lema “no es no” ha sido tan importante para expresar las demandas de libertad del feminismo es porque hace saber a la sociedad y a los hombres que en cualquier momento las mujeres pueden retirar su consentimiento en el marco de las relaciones sexuales y que esa negativa, una expresión explícita de la voluntad, debe ser absolutamente respetada. Ese mensaje es importante no sólo hacia los hombres, es importante para todas las mujeres. Porque, en efecto, rompe con las demandas de disponibilidad y complacencia que una educación patriarcal nos hace a todas nosotras y porque nos dice que esa ruptura es posible, que somos capaces de hacerla, porque nos anima a tomar la palabra, porque nos empuja y nos empodera. Todas sabemos lo que pesan los mandatos de género patriarcales: decir que no requiere un aprendizaje, es una superación y una conquista. Ayudarnos entre todas a aprenderlo es una tarea feminista y este lema expresa la voluntad de llevarla a cabo. Los hombres deben aprender a respetar la voluntad de las mujeres, las mujeres tenemos que aprender a expresarla. Y es esa confianza en que podemos ser capaces de decir que no -junto a la garantía legal de que ese no será respetado- la que puede dar a las mujeres seguridad no sólo en el Estado y su intermediación, sino seguridad en nosotras mismas. Es esa seguridad la que puede empoderarnos para adentrarnos con confianza y libertad en un terreno sexual que solamente si deja de ser puro peligro, podrá ser también un lugar en el que nos esperan placeres. El sexo no es solo un campo de amenazas pero tampoco está exento de zonas oscuras, de dudas y falta de certezas. Las mujeres seremos más libres si tenemos herramientas para asumir las incertidumbres de la sexualidad y salir ilesas de ellas, si no cambiamos los riesgos que acompañan a la libertad por proteccionismos securitarios.
El giro hacia el lema “solo sí es sí”, vinculado a los casos judiciales en los que expresar una voluntad clara no es posible -ni por tanto exigible hacia las mujeres-, nos lleva más bien a un escenario en el que, en ausencia de un sí explícito, hay que presumir la negativa sistemática de las mujeres. Todo lo que no sea un clarísimo sí ha de ser entendido como un clarísimo no. A pesar de que pueda parecer un lema afirmativo, supone una extensión del campo del no y comunica a toda la sociedad que, por defecto, las mujeres no desean sexo. ¿Es esta una imagen empoderadora? ¿Rompe con los estereotipos patriarcales? ¿O acaso los consolida y los refuerza? Este lema, de nuevo, no manda solo un mensaje a la sociedad, lo manda también a las mujeres. Asume la ausencia generalizada de las condiciones para decir que no, renuncia a trabajar para hacernos más capaces de expresarlo y, dada por perdida esa posibilidad, otorga al Estado protector el deber de decirlo por todas nosotras.
De la libertad a la seguridad
Algunos de los discursos que han sido hegemónicos estos años han comprado por completo, como el feminismo americano abolicionista, la idea de que el gran obstáculo para la libertad sexual de las mujeres es la sexualidad depredadora de los hombres. Olvidan que ese no es ningún relato que no haya explotado ya el propio patriarcado, que lleva siglos advirtiendo a todas las caperucitas del peligro que suponen los lobos. Lo realmente peligroso para nuestro orden social es el placer sexual de las mujeres y la principal manera de restringirlo ha sido asociar el sexo al peligro y fomentar nuestro miedo. Ese miedo existe, es real y las mujeres lo conocemos. ¿Pero cuáles son los discursos feministas que necesitamos para afrontarlo? Es importante preguntarnos si la explotación mediática y política que los últimos años se ha hecho de determinados imaginarios no ha contribuido en parte a una extensión del acoso no como caso particular sino como modelo, como paradigma, como lógica generalizada de las relaciones sexuales. Y si esta hipertrofia del poder de los hombres y de la vulnerabilidad de las mujeres no puede devenir paralizante para nuestro deseo. Debemos preguntarnos si determinados discursos no han servido en parte para fortalecer los roles pasivos que el patriarcado asigna a las mujeres, si ciertos marcos que estamos asentando no invisibilizan y niegan justamente las desobediencias femeninas. Cuando las mujeres toman la iniciativa, cuando se arriesgan a explorar lo que desean, cuando se lanzan sin tener todo asegurado, cuando asumen las incertidumbres que implica ser parte activa en la negociación de sus deseos, cuando exploran los deseos propios y ajenos -sin tener, por cierto, un sí explícito por el otro lado-, lo hacen justamente desoyendo los mandatos patriarcales. ¿No es eso justamente ganar libertad sexual para las mujeres? ¿No hay que avanzar por ese camino? ¿No hay que ensanchar esas posibilidades? ¿Por qué pensamos que regular ese juego solo restringe la iniciativa de los hombres? ¿No restringe también la libertad sexual de las mujeres?
“Hay un error muy grande que está ocurriendo en algunos feminismos -dice Rita Segato-: una presión para entregar a una instancia ajena (el Estado) la negociación de nuestro deseo.” La promesa securitaria de un sexo sin ambigüedades ni oscuridades, de un sexo explicitado, previamente pactado y garantizado por un Estado que vela por su transparencia supone asumir que en una sexualidad más espontánea y menos regulada solo ganan los hombres. Supone, por tanto, olvidar que si el control y la vigilancia sexual ha tenido unas perjudicadas estas han sido fundamentalmente las mujeres.
Negar el consentimiento en nombre del consentimiento
¿Qué pasa cuando, en lugar de contextualizar la sexualidad, convertimos el abuso sexual en un paradigma? ¿Cuáles son las consecuencias de considerar que todas somos demasiado pequeñas para la magnitud de los peligros, que todas estamos ante un jefe acosador, que todas somos estudiantes ante el poder de un profesor, que todas somos niñas entre lobos, que todas estamos en un portal oscuro, que todas somos menores de edad, que todas tenemos nuestra voluntad anulada? ¿Cómo haríamos si tuviéramos que proteger a las mujeres no de ciertos contextos hostiles sino de un mundo mismo que se ha vuelto hostil? Ese error trágico al que hacía referencia Butler es el que separa dos feminismo muy distintos. Uno dedicado a legislar para hacer posible que las mujeres puedan decir “no”, porque es eso justamente lo que amplía la posibilidad de poder explorar sus deseos sin miedo. Un feminismo comprometido, por tanto, con poner en marcha en el mundo las condiciones -a veces jurídicas pero sobre todo económicas, educativas, culturales, etc- de nuestra independencia y nuestra libertad. El otro feminismo posible es el que nos aboca a resignarnos en nuestra indefensión, que asume que siempre seremos víctimas, que no podremos decir que “no” y que aspira, a lo sumo, a mitigar el dolor y penalizar los daños.
Actualmente está en debate en nuestro país una propuesta de Ley de libertades sexuales que incorpora entre sus artículos algunas propuestas positivas pero que, en conjunto, supone la consolidación de un giro conservador en la manera de abordar la sexualidad. Partiendo de la premisa de que las mujeres tienen más necesidad de seguridad y protección que de libertad, esta reforma legislativa está centrada en la protección de la violencia y no en la ampliación del campo del placer, implica una apuesta securitaria por la regulación de nuestro deseo y por el arbitraje estatal sobre la sexualidad. Es decir, amplía el papel del Estado en las negociaciones sexuales porque asume que decir “no” por parte de las mujeres no es difícil a veces, es difícil siempre. Implica, por consiguiente, una extensión del punitivismo. Propone la creación de nuevos delitos, entre ellos un nuevo delito de acoso sexual que pretende combatir el machismo y los comportamientos sexistas leves mediante el código penal. ¿De verdad cuando el feminismo tiene tanta hegemonía hemos de combatir los comportamiento sexistas que nos incomodan con multas y penas y no a través de la cultura, la educación y las batallas ideológicas que estamos en condiciones de librar?
Y, por último, supone una limitación de nuestro consentimiento y una negación de nuestra voluntad, incorporando a nuestro ordenamiento jurídico delitos de explotación sexual que quedan fijados “aún con el consentimiento de la persona”. Ahora bien, esa indiferencia ante el consentimiento de las trabajadoras del sexo que forma parte del pensamiento abolicionista no es solo un cuestionamiento hacia la capacidad de consentir de las prostitutas, es la consecuencia inevitable de un feminismo que ya ha puesto en duda y de modo generalizado la capacidad de consentir de todas las mujeres. Y es que, en efecto, como demuestra la evolución del feminismo radical americano, el abolicionismo no es solo una posición concreta limitada al asunto de la prostitución, es una filosofía y una manera de pensar la sexualidad. La alerta de Judith Butler tiene plena vigencia hoy: se empieza poniendo en cuestión la capacidad de las mujeres para decir que “no” más allá de ciertos contextos cuidadosamente limitados y se acaba cuestionando a las mujeres también cuando dicen que sí. Por eso esta reforma, defendida en nombre de la centralidad del consentimiento, incorpora lo que siempre ha incorporado el feminismo conservador y securitario, una negación de nuestro consentimiento. En otras palabras: una desconfianza en nuestra libertad.