El 28 de octubre de 1962, a las 9 de la mañana, Nikita Khrushchev, líder de la Unión Soviética, anunciaba la retirada de los misiles nucleares que apuntaban a los Estados Unidos desde la isla de Cuba, situada a noventa millas de las costas de Florida. Había transcurrido una semana desde que el presidente Kennedy declaró el bloqueo total a la perla del Caribe, dentro de una escalada que podría haber desembocado fácilmente en una catástrofe nuclear.
Los servicios de inteligencia norteamericanos aconsejaron inicialmente un ataque aéreo que anulase los misiles, seguido de la invasión de Cuba. Kennedy no se dejó llevar por el entusiasmo bélico, optó por el bloqueo, que connotaba un acto de guerra atenuado.
Mientras, ante la petición de la retirada, la parte rusa insistía en que los misiles eran puramente defensivos, Khrushchev envió una apasionada carta de doce páginas a Kennedy, ofreciendo una solución pacífica: la retirada de los misiles por la no invasión de la Isla.
El toque genial soviético consistió en no esperar a la respuesta e, inmediatamente, enviar una segunda carta, más agresiva, en la que exigían la retirada de los misiles americanos desplegados en Turquía, unida a la promesa de la no invasión de Cuba. La diplomacia soviética elevó la tensión al hacer pública la misiva, poniendo punto final a la negociación entre bambalinas. La incertidumbre era absoluta, como recordarán quienes vivieron esos días.
Simultáneamente, Robert Kennedy, hermano del presidente, inició una serie de conversaciones fuera del foco mediático con el embajador soviético en Washington, Dobrynin, que desembocaron en el acuerdo de que los Estados Unidos retiraría los misiles de Turquía, siempre y cuando no se hiciera público dicho acto y se llevara a cabo en no menos de medio año. Como contrapartida, el líder soviético anunció la retirada de los misiles de Cuba. En 1963, efectivamente, se cumplió lo pactado, desmontando los cohetes desplegados en Turquía; sin embargo, Estados Unidos nunca hizo pública ninguna promesa de no invasión.
Años después, Robert Kennedy reconoció que “la lección más importante de la crisis cubana de los misiles es la relevancia de ponerse uno mismo en los zapatos del otro país. Durante esos días, el presidente Kennedy empleó más tiempo intentando determinar el efecto de un determinado curso de acción en Khrushchev que en cualquier otra decisión que estuviera sopesando. Lo que guio todas sus deliberaciones fue el esfuerzo por no deshonrar a Khruschchev y, por ende, no humillar a la Unión Soviética”.
El líder americano ganó porque el líder soviético no perdió. El quid estribaba en no distraer la atención del objetivo principal: garantizar que Nikita Khrushchev disfrutase de la oportunidad de retirarse con el honor y la credibilidad intactas. Ceder es compatible con declarar que uno ha ganado.
En el entorno personal o empresarial las negociaciones suelen constituir el inicio de una relación o la base sobre la que alcanzar un objetivo común. Por el contrario, en la escena política suelen proporcionar un recurso (a menudo, el último) para resolver un conflicto. La historia política nos ofrece múltiples ejemplos de negociaciones fallidas porque en realidad nunca se llevaron a cabo.
Me malicio si lo que lo estamos viviendo en España desde hace semanas apunta a que de facto se ha negociado poco y con no mucho talento. Ninguno de los involucrados salva el honor, ni la credibilidad, y además los frutos son, por ahora, magros, y el cabreo de tiros y troyanos en aumento. Además, ante tanta desagradable cacofonía de los que marcan el paso, los palmeros no salen de su perplejidad.
Guido Stein, profesor del IESE