Tenemos que otorgarnos a nosotras mismas el beneficio de la duda y la virtud de la prudencia. Cuando discutía con amigas sobre la cuestión de la prostitución, lo hacía casi siempre desde una posición complicada, no exenta de contradicciones: la del reconocimiento de un límite o una paradoja en la intersección entre lo político y lo moral. Nunca me han convencido los discursos que reivindicaban el trabajo sexual como un trabajo “como cualquier otro”, una mera utilización del cuerpo como herramienta en una relación laboral, porque para mí el sexo —y mi intuición moral sigue yendo por aquí— ha tenido siempre unas características particulares, una vinculación necesaria con formas de intimidad que tendrían que quedar lejos de la lógica del mercado y de la comercialización; ni falta hace, he ido viendo cada vez más claro, comprar ese discurso para defender derechos.
Casi siempre he asumido un horizonte sin prostitución como lo deseable; hace no tanto simpatizaba con algunas formas de abolicionismo y he rechazado los argumentos algo toscos que condenarían e igualarían cualquier forma de trabajo, al pensar que no hay trabajos que dignifiquen ni realicen a quienes los ejercen: poder dedicarme en buena parte a algo que disfruto, como lo es escribir, me demuestra lo contrario. Es decir: mi intuición moral de base, marcada por mi subjetividad y también mis prejuicios y mis condicionantes, ha estado casi siempre opuesta a la prostitución, y al tema me he acercado con muchas reticencias y reparos. Pero conforme ha pasado el tiempo, gracias a algunas amigas, gracias a algunas lecturas, han ido pesando más en la balanza otros factores, políticos y de realismo, hasta que, hace algunos meses, preguntada en una entrevista, afirmé que la postura que más me convencía en el presente era la de la despenalización —que no el regulacionismo—, citando como referencia el ensayo 'Crítica de la razón puta' de Paula Sánchez Perera.
Lo importante aquí no es cómo yo haya cambiado de idea: es que, cuando hablamos de leyes y no de abstracciones, de modificar la realidad a través de ordenanzas, instrucciones y decretos, deberíamos preocuparnos un poco menos por los sentimientos e impulsos propios y un poco más por las consecuencias de esas leyes, por sus efectos reales, por lo que generan. Y, claro, escuchar a las implicadas y afectadas. Estas últimas semanas, el PSOE ha lanzado su proyecto de ley para “abolir la prostitución”. El término abolición suele llevar consigo un idealismo legal maximalista, insostenible: pensar que, código penal mediante, lo que se va a lograr es la extinción y desaparición de un fenómeno social; que la ley es omnipotente. Lo dañino de ese proyecto, como digo, no es necesariamente su voluntad: ¿quién no quiere que desaparezca la violencia del mundo, que no haya coerción, que el mundo sea más justo y más igual? Lo peligroso es que, al mismo tiempo que se afirma esa voluntad salvadora, casi higienista o misericordiosa, se esté preparando el camino para consecuencias nefastas: no más libertad, sino menos, encarnada en vidas más precarias y perseguidas; no menos prostitución, sino simplemente prostitución más peligrosa y vulnerable.
Si expreso dudas al respecto no es porque, como parecen deslizar quienes defienden estas modificaciones legales, viva o imagine unos mundos ideales donde las mujeres deciden libremente vender su cuerpo, comprando totalmente la concepción liberal más tosca sobre la libertad de hacer lo que a uno le venga en gana. Es por lo que ya ha sucedido con la aplicación de la Ley Mordaza o de ordenanzas municipales: quienes “hacían la calle” no han dejado de hacerlo, sólo se ha hecho más fácil que lo hagan a merced de un empresario explotador, desincentivando su autonomía. Esto no va de abolir la prostitución: leyes así no hacen que la prostitución desaparezca, sino que la vuelven, si acaso, una actividad aún más peligrosa. El eje central son los derechos y la vida de esas personas; y, otra vez, parece que lo que se desarticula, primordialmente, son las fórmulas autónomas, cooperativas o autogestionadas, permitiendo la proliferación de lo que ya sucede en lugares donde se ha implantado el modelo nórdico: la traslación de la prostitución callejera a hoteles, casas particulares, clubes nocturnos y restaurantes. Una vía criminalizadora que acaba, de rebote, beneficiando al empresario, y que ni ofrece una reinserción digna a quienes la desearan, ni acaba con la prostitución como tal.
¿Qué efectos tendría la tercería locativa que se prevé en esa reforma penal, castigando a quienes cedan o alquilen un local o un apartamento a una prostituta, ya no con ánimo de lucro directo, sino simplemente sabiendo que de ello trabaja? Quizá, como en Noruega, como constata Amnistía Internacional, provocar desahucios en masa, forzando a esas mujeres a ejercer en pisos clandestinos, expuestas a más explotación, a condiciones insalubres y a un mayor riesgo —lo certifican otras organizaciones, como Onusida— ante enfermedades de transmisión sexual. Peor: en muchos casos, dejar en situación de sinhogarismo a mujeres pobres y extranjeras. Porque otra de las patas de la ley, la persecución de los clientes, afecta, sobre todo, a la prostitución “visible”, la de la calle, en la que puede haber más capacidad de decisión, pero no a la explotación invisible en polígonos y lugares oscuros. No se acaba con la prostitución con esas medidas: simplemente se la mueve de sitio, haciéndola más insegura, más peligrosa.
Si el objetivo fuera, como dicen, “eliminar la prostitución”, no solo mediante esta reforma, sino con la Ley de Trata o el Plan Camino, ¿no cabría quizás pensar que es más urgente cambiar la ley de extranjería? ¿Que también tenemos un problema con la ley mordaza? ¿Que hay que darle alternativas deseables y dignas, no precarizadas, a quienes deseen salir de ahí? ¿Que es mejor siempre proteger que poner en peligro, declarando encima que es por su bien? En una reforma de la Ley de Extranjería sí que podría haber un gran consenso de izquierdas: el consenso de los avances y no de los retrocesos. Dejemos las grandes palabras de lado y tomémonos la cuestión en serio, atendiendo también al discurso y demandas de las propias trabajadoras sexuales, sin paternalismo o estigmatización. De lo contrario, irá al Congreso una ley que no satisfará a nadie, ni a las abolicionistas ni a las trabajadoras sexuales: sólo a quien quiera colgarse una medalla. Y, cuando hay derechos en juego, nunca puede ser un asunto de medallas o galones morales.