No basta con llamar “fachas” a Vox

7 de junio de 2022 22:51 h

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Todas las encuestas apuntan a un gran crecimiento de Vox -ahora en Andalucía, pero también después, ante cualquier otra elección a la vista- y el mundo progresista se revuelve, indignado, y rebusca palabras tremendas para denunciarlo: ¡Vuelve el “fascismo”! Pero después, ya desahogados, casi todos regresan a la política normal, cada vez más parecida a una especie de gestoría dedicada a cómo evitar males mayores sin salirse de las recetas ortodoxas, que administran tecnócratas muy obedientes con las tablas de la ley.

El problema es que la vida sigue su curso, muy lejos de esta música celestial, y la erosión del nivel de vida de las clases populares no deja de acentuarse. Ahora, además, el nuevo escenario de altísima inflación amenaza con hacerlas descender todavía un peldaño más abajo de donde cayeron con la Gran Recesión, a partir de 2008, una crisis de la que muchos no han logrado recuperarse por mucho que brillen los indicadores macroeconómicos: una nueva brecha entre el relato oficial y la vida cotidiana de millones de personas.

La inflación desbocada afecta muy especialmente a todo lo necesario para la vida -el techo, la electricidad, la movilidad, los alimentos-, lo que supone un mazazo añadido para las clases populares, que tienen que hacer malabarismos para llegar a fin de mes. Pero en lugar de focalizar ahí todos los esfuerzos, el debate público, alentado por los tecnócratas y la ortodoxia neoliberal, intenta dirigirlos cada vez más hacia un “pacto de rentas” que evite subidas salariales, a pesar de que todas las evidencias muestran que los salarios no tienen nada que ver con la brutal inflación que sufrimos.

En EEUU al menos hay abierto un debate sobre el papel de la codicia corporativa y los oligopolios en la mayor explosión inflacionaria en medio siglo y hasta The New York Times se ha hecho eco del concepto greedflation, palabra que mezcla “codicia” e “inflación”. Pero aquí todos los esfuerzos, con el Banco de España a la cabeza, apuntan a la obsesión de evitar que suban los salarios, sin tener en cuenta que están muy machacados desde hace más de dos décadas. Los últimos datos de la OCDE son elocuentes: muestran que el poder adquisitivo de los trabajadores españoles es hoy incluso inferior al del año 2000, antes de la adopción del euro. ¡Y sigue casi el 10% por debajo del de 2009, cuando arrancó la “devaluación interior”! 

Es desde esta posición de continuo empeoramiento que las clases populares afrontan ahora la explosión inflacionaria. Y agotadas, además, por la pandemia, que ha acabado de rematar la lenta pero continua asfixia de las últimas dos décadas: un informe para el Observatorio Social de la Fundación La Caixa de los catedráticos Luis Ayala y Olga Cantó muestra la magnitud de la tragedia, acelerada por la Covid-19: España es el país de la UE donde más ha crecido la desigualdad con la pandemia… ¡y eso que tiene el Gobierno formalmente más a la izquierda de toda la Unión Europea, el primer gobierno de coalición de izquierdas desde la II República!

Ahí radica justamente el meollo: por mucho que algunos miembros del Gobierno empujen y se vayan consiguiendo algunos logros, como el aumento del salario mínimo y la reforma laboral, la dirección de la política económica realmente existente no cambia nunca de rumbo, salvo en matices: el Ministerio de Economía siempre acaba en manos de tecnócratas obedientes a las tablas de la ley. Salirse del marco ortodoxo parece imposible voten lo que voten los ciudadanos. Ni siquiera ante una hecatombe como una pandemia, donde se apostó por movilizar créditos y no ayudas directas a familias y empresas.

El ejemplo de Francia, donde Marine Le Pen sigue sumando apoyos elección tras elección y ya ha superado el 40% de los votos en unas presidenciales, debería servir para al menos atreverse a arriesgar más allá del manual económico oficial. Pero los resultados de Le Pen, que enarbola la bandera del poder adquisitivo, se reciben siempre con grandes aspavientos, proclamas antifascistas… y vuelta a la ortodoxia, que está dejando a millones de personas de lado al tiempo que se proclama que todo marcha razonablemente bien.

Gane la derecha o la izquierda, parece que el rumbo económico esencial -el que se pilota desde Economía y no desde Trabajo- no puede desviarse nunca del recto camino, lo que deja a los ultras, que nunca asumen responsabilidades institucionales, como el principal paraguas de los que se sienten excluidos, compartan o no sus ideas reaccionarias. Las últimas elecciones francesas lo muestran con crudeza: Le Pen fue la más votada entre los que ganan menos de 1.250 euros al mes y también entre los obreros, según revelaron las encuestas. Y no solo en su duelo con Macron, sino también en primera vuelta, donde en ambos segmentos Le Pen se impuso al candidato de La Francia Insumisa, Jean Luc Mélenchon, y de manera contundente entre los obreros: el 36% votó a la líder ultra frente al 23% del candidato izquierdista.

Vox ha intentado siempre replicar esta misma estrategia, aunque hasta ahora sin demasiado éxito, lastrado por su programa neoliberal -en las antípodas del intervencionismo de Le Pen- y la imagen de señoritos de sus dirigentes. No obstante, los más recientes barómetros del CIS, que empiezan a registrar la tensión inflacionaria, ya contienen algunos indicios de que el fenómeno empieza a darse también aquí.

El último Índice de Confianza del Consumidor eleva hasta el 17% el porcentaje de españoles que dicen que no llegan a fin de mes, un porcentaje que asciende al 20% entre los votantes de Vox. Y en el último barómetro del centro demoscópico, las simpatías hacia Vox ya superan ampliamente a las de Unidos Podemos entre los encuestados que se definen como “clase media-baja” (7% a 3,1%), y “clase baja-pobre” (7,2% a 3,9%), categorías a las que se adscriben las clases populares menos politizadas. La preponderancia de la coalición de izquierdas respecto a Vox únicamente se mantiene entre los que se autodefinen como “clase trabajadora, obrera o  proletariado”.

Ante el próximo gran salto de Vox, seguro que volverán los lamentos, las proclamas antifascistas y hasta las solemnes propuestas de “pactos de concentración” o “abstenciones técnicas” para salvar la democracia. Más valdría dedicar todas las energías en intentar que las clases populares lleguen mejor a fin de mes, aunque para ello se tenga que abandonar el cómodo carril que fijan los manuales de la ortodoxia, escritos para un mundo que ya no existe.