El término “cultura de la cancelación” está en boca de todos desde hace años. Estás escuchando la radio y aparece en una tertulia. Entras en Twitter y te lo encuentras replicado: lo woke, el puritanismo moral, la dinámica autoritaria de la izquierda… Por “cultura de la cancelación” se entiende cuando una persona, normalmente una persona pública, es “destituida” moralmente por expresar un pensamiento “disidente”; algo a lo que contribuye, claro, el poder de amplificación de las redes sociales. Es un fenómeno que existe y que se nutre no solo a la izquierda, también desde el conservadurismo.
El problema es que el término ha hecho metástasis y ahora mismo se despliega en variedad de situaciones, algunas de las cuales no tienen nada que ver con la cultura de la cancelación en sí, u otras tensan los límites de la expresión hasta romperlos. Y precisamente la vaguedad del significado de “cultura de la cancelación” permite que una persona que se enfrenta a un poco de fricción en línea ya se considere automáticamente “cancelada”. Lo que sucede a continuación no os sorprenderá. La persona supuestamente cancelada aparecerá automáticamente en decenas de medios de comunicación lamentando el poder silenciador de la turba. “¡Ya no se puede decir nada! ¡Ya no hay libertad de expresión! ¡Vivimos en la dictadura de lo políticamente correcto!”, dirá esa persona cancelada delante de decenas de micrófonos que amplifican su mensaje.
Más allá de eso, esa persona supuestamente “cancelada” adaptará de inmediato una especie de personalidad exótica: la que le otorga el hecho de opinar saliéndose de los márgenes impuestos por la moralidad reinante. Así que nuestra persona supuestamente cancelada se convertirá en un forajido sublimado por su leyenda de rebeldía. Sus opiniones controvertidas –este es un adjetivo que utilizará mucho— se volverán de inmediato replicadas, alabadas y comentadas, porque incursionan en el marco de lo supuestamente prohibido, como Indiana Jones entrando en el templo maldito. O, sencillamente, se convertirá en un mártir.
Pongamos un ejemplo, aunque hay decenas. Hace una semana Mario Vaquerizo se sentó en el plató del programa 'Déjate querer' y le contó a Paz Padilla que él viene de una familia que le decía lo mala que era la dictadura y “ahora me siento identificado. No puedes decir lo que piensas y aparentemente habíamos avanzado”. Estas declaraciones las realizó a tenor de las críticas recibidas por haber participado en un vídeo promocional de la Comunidad de Madrid en el que se vendía una comunidad alejada de la realidad, con lujo por doquier.
El vídeo generó polémica, más por el mensaje y el presupuesto empleado que por la presencia en sí de Mario Vaquerizo. Jorge Javier Vázquez escribió un artículo lamentando la vinculación de Alaska y Vaquerizo con personas que “se oponen a la consecución de derechos y libertades de las mujeres y el colectivo LGTBI+”, y la polémica se sembró en redes sociales. Unos días después, esta misma semana, el Ayuntamiento de Madrid anunció que las Medallas de Honor concedidas por el consistorio van a recaer en Ana Rosa Quintana, la cantante Alaska y, a título póstumo, en Melchor Rodríguez García. El alcalde del Ayuntamiento, José Luis Martínez-Almeida escribió en Twitter que “el pueblo de Madrid concederá su Medalla de Honor a dos mujeres que defienden diariamente la libertad de expresión y de prensa frente a las corrientes censuradoras que nada tienen que ver con la sociedad madrileña”.
Resultan llamativas, cuando menos, esas corrientes censuradoras (propias de una dictadura, según Mario Vaquerizo) que afectan a quienes se pasean por platós de televisión en prime time (mañana mismo también en Masterchef) o de quienes reciben medallas de honor de ayuntamientos. En definitiva, a veces da la impresión de que la “cultura de la cancelación” ayuda a mediatizar a la persona supuestamente cancelada, y que llamarse o sentirse cancelado se basa, más que en cualquier otra cosa, en el hecho de no tolerar opiniones disidentes.