No dejemos que la maten
Hace tres años que soy profesor de una universidad pública. Podría extenderme en las causas de la crisis que vivimos, en sus posibles soluciones, en la falta de voluntad política, en los sectores cómplices y en lo que puede perderse. Pero querría detenerme por un momento en lo importante, en la esencia: en por qué estamos aquí.
Si todo terminara esta semana, o esta noche, si esa quiebra técnica con la que algunos sueñan se produjera finalmente, los recuerdos buenos se apilarían encima de los malos hasta que estos hicieran de figurantes.
Aún puedo recuperar mi primer día, cuando llegué al trabajo tan temprano que era tarde aún, y cuando a mi atuendo de principiante añadí un porrazo con una puerta de cristal de la entrada. No nos habían presentado, y, ahora que nos conocemos más, la veo algo agobiada: a veces, cuando la lluvia la golpea, se imagina que da a una gran sala de juego, uno de esos locales que son expertos en alienar a la juventud y a los que peinan más canas. Estos días no me he visto atinado para tranquilizarla y solo he acertado a invitarla a dormir a mi casa para que evite esas pesadillas.
Madrugar con la tensión docente en piernas, agallas y párpados, impartir clases a unas aulas a veces legañosas e insistir a señores desconocidos en que mis investigaciones merecen ser publicadas puede resultar algo cargante. Una fuente de frustración financiada por una nómina más que modesta.
Nada de esto quita que estudiar, escribir y establecer diálogo con otros investigadores haya sido una de las actividades más emocionantes de mi vida. Que en esas clases pobladas por estudiantes a la vez golfos e inocentes haya recibido las mejores sesiones de formación. Que mucho de esto o todo ello no pueda valorarse monetariamente es, quizá, una excelente señal. Quizá sea en el acto comunicativo, con ese deseo de comulgar con los demás, donde resida uno de los más hondos sentidos de la vida, y donde el ser humano tenga más futuro aun en estos aciagos tiempos.
Ahora que todo se vuelve más difícil, es más sencillo que nunca caer en el hartazgo y en la apatía. Ahora que las sombras planean sobre los campus y que el miedo nos abraza, se hace necesaria una respuesta.
No cambiaría por nada lo que tengo. Ya que otros quieren hacerlo por mí, me gustaría pensar que, al menos, lo van a tener difícil. Que somos muchos los que hemos tropezado con las primeras puertas y que con el paso de los años hemos adquirido un buen entrenamiento. Y que nos esforzaremos por impedir que por esas entradas se cuele la no tan invisible mano de la especulación y la mediocridad política. Nunca tanto dependió de tantos; nunca como ahora dependemos de nosotros. No dejemos que la maten.
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