El Consejo de Ministros ha aprobado este martes el anteproyecto de ley de servicios de atención al cliente. Un texto que Ana Mato olvidó en algún cajón hace casi una década y que el Ministerio de Consumo ha rescatado para quitarle algunas telarañas e intentarlo vestir de limpio. En lugar de confeccionar una norma a medida de las necesidades de los consumidores, tal y como llevan reclamando sus asociaciones desde hace décadas, el equipo de Alberto Garzón ha decidido usar un patrón tan mal diseñado como pasado de moda para lograr lo que parecía imposible: empeorarlo aún más.
Garzón no ha comparecido para presentar el anteproyecto en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros. La portavoz del Gobierno y ministra de Política Territorial, Isabel Rodríguez, ha dicho que con esta ley “incluso se tiene derecho a ser atendido por una persona física y no por un robot, a través de los contestadores automáticos”. Incluso se tiene derecho. Como si la norma incluyese una larga lista de nuevos derechos y entre ellos hubiese alcanzado la proeza de imponer algo tan básico como que te atienda un ser humano. La cosa es que ese derecho ya existe en la legislación de defensa de los consumidores desde hace siete años.
Lo que tampoco ha contado la ministra es que el texto no plantea cuánto tiempo puede pasar desde que se establezca la comunicación hasta que te atienda esa persona física y no robótica. Porque no pretende prohibir la automatización, sino tan sólo que los contestadores sean “el medio exclusivo de atención”.
Baja aún más el listón
Tanto el proyecto de ley de atención al cliente que llegó al Congreso en el último año de Gobierno de Zapatero —que no llegó a aprobarse— como el anteproyecto que no llegó a ser más que eso del primer Ejecutivo de Rajoy pretendían establecer una espera máxima de un minuto en el 90% de las llamadas. Pero Garzón —y tras él todos los ministros— ha decidido bajar ese listón que nunca llegó a ponerse, dejando al arbitrio de las compañías cuán eterno quieren que sea el paso por sucesivos menús de opciones informatizados en los que se pregunta al consumidor quién es y qué quiere, para que al final, con suerte, un humano le pregunte quién es y qué quiere.
“Esta ley profundiza en esa atención que ha de recibir el cliente de manera personalizada”, ha afirmado también la portavoz del Gobierno ¿Profundiza? ¿Personalizada? En realidad, los únicos avances que plantea en esa atención son que las empresas deberán facilitar un justificante tanto de la presentación como del contenido de la reclamación, que si el usuario no está conforme con el trato que está recibiendo por un teleoperador, tendrá derecho a que transfiera la llamada a su inmediato superior y que si presenta una reclamación ante la administración competente, no podrán seguir exigiéndole el pago de una supuesta deuda hasta que haya resolución desfavorable.
Pero más allá de lo poco que suma, lo más grave es lo que resta. El Ministerio de Consumo ha decidido que con esta norma se elimine la obligación establecida en la ley general para la defensa de los consumidores por la que todas las empresas deben facilitar tanto un teléfono como una dirección de correo electrónico y otra postal para atender las reclamaciones de sus clientes.
La única vía de atención al cliente que obligaría a facilitar la futura ley que regulará estos servicios es la misma que la que utilizó cuando se dio de alta. Si lo hizo por teléfono, las empresas no tendrían por qué ofrecerle un mecanismo por escrito. Y si firmó el contrato convencido por los comerciales de un stand en una gran superficie, en teoría ese stand debería seguir ahí de por vida como única vía para atender sus reclamaciones. La excepción serían las denominadas empresas prestadoras de servicios básicos de interés general —compañías de agua, gas, electricidad, telecomunicaciones, salud, transportes, postales, saneamiento, residuos y entidades financieras—, que continuarían obligadas a facilitar un teléfono, gratuito, porque así lo establece otro apartado de la ley de defensa de los consumidores que no sería derogado con la promulgación de esta nueva norma.
Además, Garzón ha renunciado a plantear una ley que establezca un marco mínimo de obligaciones en la atención a los consumidores para cualquier empresa o profesional. Afectará solo a los servicios básicos de interés general —excluyendo los de salud, saneamiento y residuos— y a las compañías que tengan al menos 250 trabajadores o un volumen de negocio anual a partir de 50 millones de euros.
Para colmo, sobre la ley prevalecerá lo que establezca cualquier norma de carácter sectorial, aunque no sea más que una orden ministerial o una simple circular. Bastará con que otro ministerio de este gobierno o de los que lleguen en el futuro quiera reducir aún más las obligaciones de ciertas empresas en la atención a los consumidores.
Un mes para contestar
Pero la guinda de este rancio pastel es el plazo para dar respuesta a las reclamaciones. Nada menos que un mes. Da igual que el consumidor se queje de una factura inflada, de que el producto o el servicio no cumple los requisitos que establecía la oferta, que esté comunicando un siniestro en su vehículo o su vivienda al seguro o que una avería le haya dejado sin luz. El plazo triplica los diez días que desde finales de los años 80 establece alguna normativa autonómica para contestar a las hojas de reclamaciones. Todo un regalo para las empresas que serán objeto de esta regulación.
Elaborar normas prácticamente vacías de contenido para poder afirmar después que has impulsado leyes resulta tan útil como que cuentes que has visto en dos días los 50 episodios de las cinco temporadas de The Good Fight. Si haces eso, es que no te has enterado de nada. No te has enterado de qué va la mayoría de la trama ni de que la gente no necesita un ministro que exhiba hipertrofia legislativa, sino que impulse normas que realmente mejoren su vida. Y ello salvo que tu objetivo tan sólo sea serte útil a ti mismo y creas que la gente va a valorarte la cantidad por encima de la calidad. Pero no creo que el ministro de Consumo vaya de ese palo.
El problema no es que Garzón tenga el complejo de estar por detrás de sus antecesores en la aprobación de normas relacionadas con el consumo y necesite sacar una a toda velocidad para aparentar. De hecho, ha impulsado más —y alguna especialmente potente— que todos los ministros con las competencias en la materia de los últimos quince años juntos. Desde Elena Salgado hasta Magdalena Valerio, pasando por Bernat Soria, Trinidad Jiménez, Leire Pajín, Ana Mato, Alfonso Alonso, Dolors Montserrat y Carmen Montón. Algo que pone de manifiesto lo poco o nada que legislaron sus antecesores en una materia tan abandonada como la protección de los consumidores.
Sin indemnizaciones
En realidad, el problema es que con este anteproyecto de ley el ministro ha mostrado un enorme desconocimiento de las necesidades reales de los consumidores y una absoluta falta de sensibilidad ante las reivindicaciones que ha recibido. Tras tres reuniones con su equipo y reiteradas comunicaciones por escrito, prácticamente nada de lo que FACUA le ha trasladado aparece en el texto. Sólo se incluyó el derecho de los consumidores a ser indemnizados si las empresas afectadas por la futura norma no contestan en plazo a las reclamaciones. Aparecía en la versión del borrador que el Ministerio de Consumo envió en septiembre a las asociaciones de consumidores que considera representativas, pero sin concreción de la cuantía, remitiéndose todo a un futuro desarrollo reglamentario —mi organización reclama al menos 50 euros, pero ante plazos de respuesta de 10, 5 o un día, según las empresas y controversias reclamadas—. Sin embargo, en el texto aprobado por el Consejo de Ministros, esas posibles indemnizaciones han desaparecido.
Resultaría disparatado que Garzón hubiese decidido que la ley más importante de su etapa al frente de un ministerio —de hecho, quizá su única norma con rango de ley— no aporte prácticamente nada creyendo que igual nadie se da cuenta y puede colarla como un gran avance en la protección de los consumidores. Posiblemente, el ministro está a otras cosas y no se ha parado a analizar en profundidad qué ofrece realmente ese auténtico bodrio que ya ha pasado su primera vuelta por el Consejo de Ministros. Quizás sea el momento de que empiece a hacerlo. Porque así no se defiende a los consumidores de los abusos del mercado.