No tengo hijos, pero quiero conciliar
Hace siete años escribí un artículo para una revista en el que básicamente reivindicaba el título de esta columna. Los días posteriores a su publicación recibí un aluvión de mensajes de madres y padres indignados. Quizá no estábamos preparados todavía para un debate serio sobre la conciliación, y menos aún para la conciliación cuando no tienes hijos. Pero me sorprendió muchísimo que se interpretase aquel artículo como una especie de ataque insolidario, y no como una reivindicación razonable y paralela a la suya.
Creo que años después seguimos más o menos igual, con un poco de flexibilización heredada de la pandemia y del teletrabajo. Pero continuamos básicamente igual porque la conciliación en España es una quimera que nunca se distribuye de forma proporcional. La conciliación en España plantea un enfrentamiento inevitable porque tu mejora suele implicar la renuncia de algún compañero, normalmente de un compañero sin fuertes cargas familiares (o que puede permitirse delegar las cargas familiares, no es el caso de muchas mujeres). El trabajo flexible rara vez se compensa con un relevo externo. Las necesidades de los trabajadores, en definitiva, se dirimen en una retorcida e interesada batalla de unos contra otros.
Esta semana el debate ha revivido en redes a raíz de una entrevista realizada en elDiario.es al doctor en Ciencias Políticas, Alfredo Ramos. En la entrevista, Ramos hablaba de priorizar el criterio de la conciliación sobre la antigüedad a la hora de repartir vacaciones en una empresa: “Es una discusión, pero desde luego la antigüedad el único mérito que tiene es la antigüedad. Hay que insistir en pluralizar los modos de reconocimiento de los cuidados en las leyes”, dice en la entrevista. Y aquí volvemos de nuevo al punto de partida. ¿De qué hablamos exactamente cuando hablamos de conciliación en España? ¿Por qué seguimos interpretando y asumiendo que se trata exclusivamente de la conciliación familiar y no personal?
Casi todos los trabajadores que no tenemos hijos hemos estado ahí: en esa suposición, a veces un poquito degradante, de que sin hijos no tienes una vida que equilibrar, de que sin niños puedes asumir jornadas con peores horarios, incluso algunos incompatibles con tu salud mental. Turnos de noche, fin de semana, festivos, lo que sea. Casi todos hemos estado en ese “es que nadie más puede”.
En el fondo de todo esto también subyace un subdebate todavía más profundo: la percepción, todavía creo generalizada, de que eres una parte menos importante de la sociedad si no has sido madre o padre (especialmente si no has sido madre, por supuesto, aquí también existe un filtro misógino). “Deberías estar agradecido a esas compañeras madres y compañeros padres porque sus hijos pagarán tu futura pensión”, oyes, lees. Como si tus derechos laborales estuviesen por debajo de esa cuestión.
El margen de maniobra otorgado a las madres y padres en las empresas (no en todas, por supuesto; en muchas todavía no existen ni trazas de conciliación para ellas y ellos) es una convención social comprensible, sensata y lógica. Que esta convención no se extienda al resto de trabajadores no es culpa de los trabajadores padres, por supuesto, sino de una cultura laboral presentista y profundamente precaria. Ahí es donde deberíamos poner el foco. La conciliación, un asunto todavía prepúber en nuestra agenda social, sigue mal y poco resuelta.
70