Todas las desgracias del hombre provienen de no hablar claro
No pasa nada. Acabo de abortar la Nochevieja como aborté la Nochebuena. Cena para dos. Como han hecho tantos de ustedes. No pasa nada. Yo lo sé, mi padre lo sabe, mis hermanas y mis suegros también y los de ustedes –padres, hijos, abuelos y demás familia–. No pasó nada el año pasado y no pasará este. Tampoco pasaría nada el resto del tiempo. Esta es la última columna del año y la próxima, la del domingo, la leerán el año que viene y tampoco habrá pasado nada entre medio.
No pasa nada y si somos sinceros, todos tendremos que reconocer que algún peso de encima nos hemos quitado con esta abolición sobrevenida. Recuerdo perfectamente cuando, hace ya un tiempo que parece eterno, la gran ocupación de estos días era rajar de la Navidad. Rajar sobre las discusiones que provocaba, sobre las reuniones que no saldrían bien, sobre los viajes que impedían hacer, sobre las pataletas familiares si decidías hacerlos en vez de quedarte. Rajar sobre los hermanos pegados, sobre las conversaciones y las discusiones derivadas, rajar sobre el gasto, rajar sobre el trabajo que todo esto daba. A veces, incluso, estar felices por dar gusto a otros con algo que a ellos les importaba pero que a nosotros nos daba igual. Cargar con el trabajo de decorar, de organizar, de comprar, de cocinar, de fregar, de poner orden, de gestionar las malas bebidas y de volver a comenzar justo a la semana. Todo eso de la Navidad que ahora parece que se nos ha olvidado, ¿o no?
Lejos de mi intención mostrarme como una hater de estas fiestas. Estos dos últimos años he decorado mi casa, aunque nadie fuera a venir de visita, he engalanado la mesa, he comprado y cocinado cosas especiales y sacado la vajilla antigua y delicada, que me trae tantos recuerdos, y he extendido los manteles festivos y acercado las cerillas a las velas de los candelabros. Solo que mientras lo hacía no he dejado de preguntarme por el extraño motor que nos impulsa a seguir repitiendo estos gestos cuando ya no creemos en lo que estos días representan, nuestros mayores no nos acompañan y estamos ante la bandeja de turrones –que no nos gustan–s los que cada día compartimos cena. ¿Qué nos mueve? ¿Qué nos impide no hacerlo?
No creo que la respuesta sea la superstición y eso que tengo que confesarles que la noche del 31 de diciembre de 2020 no me comí a las doce de la noche las uvas, por primera vez en mi vida, y ¡fíjense la que lié! Es broma porque toda superstición no puede ser sino una gran broma que nos gastamos a nosotros mismos y a nuestra patética necesidad de seguridad.
Creo que en estos dos últimos años, aunque sea en voz baja, todos nos hemos sorprendido descubriéndonos aliviados por una obligación que decaía. Los que estén por decir que no, no hace falta que bloqueen los comentarios. Lo que quieran pero yo estoy segura de que sí, de que algo de lo que tuvieron que dejar de hacer por obligación fue para cada uno de ustedes una devoción. No es preciso verbalizarlo, solo asumirlo. Y todos tenemos también esa cosa que nos duele siempre no poder hacer, con pandemia o sin ella, como para mí es no poder volver a sentarme con mi madre frente una fuente de cordero lechal al horno preparada por su mano infalible desde primera hora del día de Año Nuevo. Ese olor único que te despertaba de la resaca al mezclarse con los acordes del concierto de Viena. Pero era ella y no las patadas al ritmo de la Radetzky ni el magnífico asado, era ella. Ella, que casi hasta el final de sus días, mientras la enfermedad lo permitió, no dejó de poner su belén y juntar a su gente ni de encender su horno o pelar su cardo. Porque la Navidad, creo que para todos, lleva nombre de madre, y se ha transmitido casi siempre sobre las espaldas de las mujeres de generación en generación. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo se asumirá tamaña responsabilidad y tamaño trabajo, tan efímero, por los hijos, por los suegros, por los otros, siendo que ya mayoritariamente no creemos en lo que se conmemora? Los que creen tienen un sentido que darle pero y los demás, ¿por qué lo hacemos?
Me comeré las uvas y pondré los zapatos bien lustrados a los Reyes y probaré el roscón. Lo haría hasta si estuviera sola. No tengo muy claro por qué. Estos años que nos hemos ahorrado las preguntas sobre qué haríamos en las fiestas, dónde viajaríamos, cuántos seríamos y cuán bonito y feliz sería todo, estos dos años en los que ha bastado reconocer que estaríamos “los de casa”, pocos, dos, los de siempre, nos han servido para darnos cuenta que no lo hacemos solo por los demás, ¿o sí? Tal vez lo hacemos para no tirar la toalla, para que haya algo que todos hagamos igual y a la vez, en casi todo el mundo, para poder tocar algo que por repetido parece sólido. Tal vez sea porque es el único ritual que nos mantiene anclados con quienes éramos en la infancia. Cada uno tendrá su razón, igual que para no hacerlo.
Mas lo cierto es que todos sabemos que, pese a todo, dentro de nosotros hay un pequeño alivio por haber podido esquivar algo sin tener que negarnos, solo porque la vida nos ha dado ese gusto impidiéndolo. Lo que no sé es si debiéramos pensar sobre ello y darnos cuenta de que, cuando esto pase, podemos seguir diciendo que no sin que pase nada.
No pasa nada. No ha pasado nada ni pasará. Tampoco si dejamos de hacerlo cuando la verdadera normalidad vuelva. Porque todas las desgracias vienen, decía Camus, por no hablar claro y más de una vez, por no hablar claro con nosotros mismos.
PD: Mi alivio hoy era no ocuparme de los balances de los políticos ni de las escaramuzas de la gestión sanitaria. La verdad ante todo.