Tú no te acuerdas porque eres muy joven, pero hace casi veinte años las calles de nuestras ciudades se llenaron de pegatinas con un lema rotundo: “No vas a tener una casa en la puta vida”. En las paradas de autobús, en los escaparates de bancos e inmobiliarias, en las farolas, por todas partes veías esas pegatinas amarillas, además de en carteles convocando a una próxima manifestación. Eran los inicios del activismo por la vivienda, en un momento en que la burbuja inmobiliaria había disparado los precios de los pisos, inaccesibles para una mayoría de jóvenes (y no tan jóvenes).
Los entonces jóvenes (y no tan jóvenes) que no podíamos comprar un piso, tirábamos mal que bien de alquiler, aunque soportando que todos los propietarios nos dijeran eso de “alquilar es tirar el dinero, no seas tonto y cómprate algo”. Y lo que pasó fue que a la vuelta de unos años, crisis mediante, los jóvenes (y no tan jóvenes) que no podíamos comprar una casa por estar los precios por las nubes y los sueldos por el suelo, empezamos a tener problemas también para alquilar. La presión especulativa se fue trasladando del mercado de compraventa al de alquiler, y las rentas comenzaron a subir y subir y subir, y ahí seguimos: alcanzando cada mes el máximo histórico y sin que se vea cerca el techo. De modo que para muchos jóvenes (y no tan jóvenes) la pegatina cambió a “No vas a alquilar una casa en la puta vida”.
El final del cuento ya te lo sabes: inaccesible tanto la compra como el alquiler, cada vez más jóvenes (y no tan jóvenes) se tenían que conformar con alquilar una habitación, vivir en un piso compartido. Y oh, sorpresa, los especuladores olieron sangre y acudieron volando en círculos al nuevo pudridero. Resultado: el precio mensual de una habitación cuesta hoy de media un 90% más que hace nueve años, es decir, casi el doble. Solo en el último año han subido un 10%. No eches cuentas, que ya te digo yo que tu sueldo no ha aumentado en esas proporciones.
En las capitales inmobiliariamente más calientes cuesta encontrar un cuarto por menos de 600 euros, compitiendo en auténticos castings con miles de candidatos dispuestos a todo, en modo juegos del hambre. Y como el vuelo en círculo de los buitres siempre atrae a nuevos carroñeros, ya hay listos que ofrecen un nuevo producto de inversión: la compra de habitaciones sueltas. Con esos ahorrillos que tienes no te da ni para una plaza de garaje, pero sí puedes comprar una habitación de un piso, para vivir en ella o para alquilarla y llevarte tus 600 euritos mensuales. ¡Gran oportunidad para inversores! ¡Hagan juego! Los jóvenes (y no tan jóvenes) ya pueden rediseñar la pegatina: “No vas a tener una habitación en la puta vida”.
Mientras la nueva burbuja de las habitaciones sigue hinchándose, y visto que nadie, ni el gobierno central ni las comunidades, parecen tomarse el problema como la emergencia que es, ya podemos anticipar cuál será la siguiente fase, pues la narrativa distópica es siempre muy previsible: las habitaciones compartidas. Literas. Y cuando ya parezca que no queda más donde rascar, nos estallará en la cara la burbuja de las camas calientes. Dormir por turnos. Lo veo.