El punk siempre ha tenido esa potencia para demoler incluso sus propias certezas y cargarse su propio mito. Por eso en No somos nada, el documental quizá definitivo sobre la historia de La polla Records, dirigido por el cineasta peruano Javier Corcuera y que se estrena hoy en cines españoles, su frontman, el gran Evaristo, es un señor de pueblo con ropa deportiva y mochila que pasea entre montañas y abraza a los árboles. Eso sí, cada vez que ve un rebaño de ovejas dice “mira, debe ser una reunión de algún partido político”. La película consigue devolvernos la lucidez y el genio entrañable de quien probablemente sea el mejor letrista de la historia del punk en español. Y hace bien Corcuera en apoyarse en su relato y en el de Abel, bajista de la banda, en seguir los vericuetos de sus mentes y la fuerza de sus palabras en busca de esas joyas de sencillez revulsiva. Por eso el espectador escucha y espera en la butaca como se espera el estruendo del concierto.
La película deja claro desde el inicio que Evaristo ha escupido tacos, ha hecho mucho ruido y a la vez abrazado árboles toda su vida. Desde muy joven, niño gallego migrante entre los vascos, venía hasta ese mismo paraje silencioso de Agurain, Álava, y cuando no pasaba nadie pegaba voces contra el poder, el control, el capitalismo, la iglesia y lo que haga falta. “Teníamos un sueño, no Disney, mucho más sucio”, dice. Poco después se juntaría con los colegas, Abel, Txarly, Sume y Fernando en el bar Otxoa a averiguar por primera vez lo que podían hacer con una guitarra –el día que ingresó a la banda Abel descubrió que el bajo tenía cuatro cuerdas– y cagarse en tus muertos sin dejar de mirar arriba: “Puedes ser todo lo punki que quieras pero las putas estrellas están allí… en la ciudad hay más luces y quizás no te dejan ver”, le dice al director. Punk a cielo abierto.
En el metraje, que arranca providencialmente con un himno, Ellos dicen mierda, y termina con otro, No somos nada, caben 40 años de la historia más hardcore de España, un montón de rabia y ternura proletaria, infinito asco porque “mogollón de gente que vive tristemente van a morir democráticamente”. Todo lo que despertaron bandas como La Polla está ahí, lo que nunca volvió a dormirse, lo que no quiso ser oveja, el espíritu de los obreros que no pudieron matar, que nunca votaron ni al PSOE ni a sus traidores ni a ninguno de los demás. Un pedazo de humanidad documentado. Bendito documentalismo. Si alguien no lo hace lo perdemos para siempre: Están los amigos, el amor que limpia, está la madre que en 40 años nunca fue a un concierto de su hijo pero para el documental va: “era un chico normal pero con sus ideas, a veces me preocupaba, le decía a mi marido nos lo van a empapelar”.
Si Evaristo se empeña en la demolición de su leyenda, la película de Corcuera hace lo propio dejando a la vista los costurones del lenguaje documental, incluyendo el detrás de cámara, dejando a la vista los micrófonos y registrando la interacción con su personaje en un guiño que nos lo acerca más: “le voy a hacer más cortes que Franco”. ¿Qué hace un peruano dirigiendo el documental definitivo de La Polla Records? Dicen que en Perú nació el punk. En Lince, para ser exactos, un barrio obrero de edificios tuertos y antenas que no transmiten. Porque en sus calles de puro smog en 1964 Los saicos compusieron eso de Demoler, demoler, demoler… Pankekes, no punkarras. O será que el punk se caga en todo, también en las fronteras. Por eso en su regreso La Polla llenó estadios en varios países latinoamericanos y se hicieron el delirio y el pogo universal. Y vemos a Evaristo delante de los cerros secos y empobrecidos de Lima, donde vive la gente sin agua potable, detrás del muro de los que tienen piscinas y cantamos lo mismo: ¿Cuántos más van a quedar?¿Cuánto viviremos, cuánto tiempo moriremos? Las animaciones de Manuel Viqueira recogen la iconografía de los discos de la Polla Records para incorporarlas y darle ritmo y más color a la crónica del ruido y el viaje.
Pero No somos nada no es un documental “de gira” al uso, aunque acompañe a La Polla por los escenarios que los vieron volver, sino el retrato afectivo, brillante y urgente de una generación que ha dado a luz a otras, empecinada en que los que nos releven no vivan nunca más arrodillados en esta absurda derrota sin final. “Me cambió la vida”, dice uno de los asistentes al primer concierto de la gira de retorno a los escenarios en 2019 tras casi 20 años de parón. Y sabes que es verdad, que tiene todo el sentido del mundo que unos chavales colegas de pueblo, que no sabían tocar, cambiaran la historia del punk.