Otra vez quieren encarcelar a un cómico por un chiste de Twitter que, como todos, resulta ser de un pésimo gusto para un determinado porcentaje de la población. El porcentaje exacto se desconoce dada la evidente dificultad de preguntarle al país entero.
Obtener datos precisos de la cantidad real de ofendidos es teóricamente posible. Se podría realizar una encuesta telefónica, se podría introducir la cuestión en el CIS, y hasta se podría organizar un referéndum, pero no está claro que el asunto merezca un gasto púbico semejante.
Así las cosas, se presupone que el porcentaje de ofendidos es significativamente alto, aunque nadie se atreva a precisar más allá de eso. Nadie dice, por ejemplo, “casi la mitad de los españoles se han ofendido por este chiste” o “entre un 70 y un 75% de la población está sumamente indignada”. En su lugar, se opta por dejar de lado las matemáticas y entregarse a proposiciones categóricas tales como “el tuit es ofensivo”.
Pero, del mismo modo que a un porcentaje de la población el chiste puede parecerle horrible, no es descabellado pensar que existe otro porcentaje que piensa justo lo contrario. Un neblinoso no sé cuántos por ciento de los españoles que no solo considera el chiste bueno, sino que le parece una pieza literaria de una belleza arrebatadora. Una certera radiografía de nuestro tiempo que rivaliza con los clásicos contemporáneos, la nueva Rayuela, el Aleph de nuestro siglo. Se puede afirmar, sin miedo a equivocarse, que el número de personas que opina esto es tan impreciso como el que considera el tuit una asquerosidad repugnante.
Podría darse el caso entonces de que este porcentaje subyugado por el síndrome de Stendhal decidiera que, lejos de una multa y una posible pena de cárcel, lo que el humorista merece es un reconocimiento por su aportación a la cultura. Y sería esta una postura tan basada en los datos como la otra.
Propongo que cada vez que se pida cárcel para un humorista, desde el extremo opuesto del cuadrilátero social, nos enroquemos en nuestro desmayo estético. Que, ojos en blanco de puro gozo sensorial, solicitemos para el imputado los mayores laureles: el Princesa de Asturias, el Nacional de las Letras, el Nobel. Ataquemos la hipérbole con la hipérbole.
Cuando nos pidan razones para nuestra postura, ofreceremos las mismas vaguedades numéricas que ellos manejan. Que buena parte de la sociedad se encuentra en éxtasis literario, que un porcentaje de la población ha sucumbido a la irresistible sublimidad del tuit. ¿Cuántos? Muchos, muchísimos, pero, por desgracia, imposibles de contabilizar.
Por todo lo aquí expuesto, espero y deseo que la Academia Sueca escuche a los lectores de habla hispana y este año tengan en cuenta a David Suárez entre sus candidatos. Sin duda, lo merece tanto como la cárcel.