Empujados, en buena parte, por la épica romántica de la película Más allá de Rangún, los que no somos millennials crecimos adorando a una lideresa asiática de nombre difícilmente pronunciable. Aung San Suu Kyi plantó cara durante décadas a la feroz dictadura militar en la antigua Birmania, la actual Myanmar. A pesar de ser despojada de su incontestable triunfo electoral de 1990 y de pasar quince años de su vida bajo arresto domiciliario, su apuesta siempre fue la de resistir pacíficamente ante las tropelías cometidas por los sanguinarios generales que tiranizaban su país. Una estrategia censurada por otros opositores birmanos que exigían métodos más expeditivos para acelerar el regreso de la democracia, pero que le valió el reconocimiento internacional y hasta comparaciones con el mismísimo Gandhi. Pocos premios Nobel de la paz concitaron tanta unanimidad y fueron tan aplaudidos como el que la misteriosa y carismática política recibió en 1991.
Este icono de la libertad empezó a mostrar su verdadera cara en 2015, cuando aceptó presentarse a las elecciones generales convocadas y tuteladas por los verdugos de su pueblo. Suu Kyi sabía que, aunque ganara no podría ser presidenta y difícilmente controlaría realmente los resortes del poder. Los generales habían aprobado previamente una Constitución que les reservaba todo tipo de privilegios: un estatus de autonomía e independencia del poder político, opción de que el comandante en jefe del Ejército asumiera el control del Estado en cualquier momento, impunidad para sus innumerables crímenes, derecho a ocupar una cuarta parte de los escaños del parlamento… Por si fuera poco, la carta magna incluía un artículo claramente “anti Suu Kyi” en el que se vetaba para el cargo de presidente a quienes, como era el caso de la entonces dirigente opositora, tuvieran un familiar directo que poseyera nacionalidad extranjera. Pese a todo, La Dama de Rangún ganó las elecciones y declaró que sería ella quien gobernaría la nación porque estaría en todo momento “por encima del presidente”.
Han pasado casi dos años desde que Suu Kyi “gobierna” Myanmar y su perfil de heroína se ha disipado por completo. En sus primeros meses de mandato como presidenta de facto, aunque oficialmente no pasaba de ser la ministra de Asuntos Exteriores y de la Oficina de la Presidencia, numerosos analistas aún querían ver en su actitud de aparente complicidad con los militares, un paso más en su estrategia para apartarles, poco a poco, del poder. Hoy, lo que algunos describían como una (otra) transición modélica de la dictadura a la democracia se ha convertido en una prolongación sangrienta del régimen totalitario de los generales.
“Me apresaron seis hombres y fui violada por cinco de ellos. Primero mataron a mi hermano; luego un individuo me puso un cuchillo en el costado y lo mantuvo allí mientras los otros me violaban”. Este desgarrador testimonio de Fatama Begum abrió el informe que Human Rights Watch presentó, hace unos días, sobre la brutal violencia que el Gobierno de Myanmar ejerce sobre los miembros de la etnia Rohingya. Esta organización lleva meses denunciando una operación de verdadera limpieza étnica contra esa comunidad, mayoritariamente musulmana, que está huyendo en masa hacia la vecina Bangladesh. Más de 600.000 hombres, mujeres y niños se encuentran ya refugiados en este país, se han producido centenares de violaciones y, según Médicos sin Fronteras, cerca de 7.000 rohingyas han sido asesinados por los soldados birmanos. Nadie puede ya afirmar que estos crímenes contra la Humanidad los están cometiendo los generales sin el consentimiento de Suu Kyi. La “presidenta” no solo ha defendido la actitud del Ejército, sino que ha acusado a las organizaciones humanitarias que trabajan en la zona de complicidad con supuestos grupos terroristas y ha desplegado un discurso racista contra los rohingya que ha contribuido a expandir un profundo sentimiento anti islamista entre una población mayoritariamente budista.
Son muchas las lecciones y no pocas las preguntas que surgen cuando analizamos lo ocurrido durante estas últimas décadas en Birmania. ¿Por qué occidente ignora la masacre del pueblo rohingya? ¿Las democracias europeas y americanas solo defienden política y militarmente la libertad y los derechos humanos cuando hay petróleo, riquezas naturales o intereses geoestratégicos de por medio? ¿Qué culpa tenemos los medios de comunicación en esta situación? ¿No merece una operación de limpieza étnica como la que se está produciendo un espacio destacado en nuestros informativos, en nuestras columnas, en nuestros diarios…? ¿Nuestro trabajo es dar noticias, concienciar, ser un servicio público o conseguir audiencia y clics a cualquier precio? ¿Mirarían nuestros gobernantes para otro lado si los europeos comieran cada día viendo imágenes de las masacres y las violaciones que sufren los rohingya? ¿Es lógico que no se pueda retirar el Premio Nobel de la Paz a una galardonada que se ha convertido en genocida? ¿Es real la democracia y sana la sociedad que surgen de una transición tutelada por los tiranos en la que se garantiza la impunidad de los verdugos y el mantenimiento del statu quo de los asesinos y de sus herederos?