En aquel tiempo, mi trabajo consistía en pasar la escobilla por los inodoros más infectos de Madrid para luego ponerme a escribir epitafios con ella. Dicho de otra manera, por aquel tiempo trabajaba en la sección de sucesos de un periódico que ya no existe y no había noche que no cargase la escobilla por la Gran Vía y sus alrededores; calles donde lumis pálidas calentaban el papel de plata a la luz de un mechero.
Recuerdo los sex-shop de entonces, con una clientela tan fiel como el olor a semen rancio que los impregnaba, y recuerdo también la furgoneta que se ponía cerca de la Telefónica, siempre con el motor encendido por si de estas cosas tenían que salir de naja. En la trasera vendían bocadillos de jamón, armados con pan duro y pringados con las rodajas de un tomate que parecía haber sido recogido en una huerta atómica. Los vendía un matrimonio filipino y ella se reía como si tuviera ataques de tos. Cada vez que le venía uno hasta la boca, la filipina enseñaba sus dientes de oro.
Eran vendedores ambulantes, miembros de lo que se viene a llamar economía sumergida. Con todo y a diferencia de los vendedores ambulantes matutinos, aquel matrimonio no vendía la mercancía más barata, sino que el horario condicionaba los precios de los bocadillos. Porque un bocata de jamón es un bien escaso a ciertas horas, aunque sea lo más parecido a la carne de una momia entre dos mendrugos de pan radioactivo. En aquellas noches de escobilla y papel de plata quemado, aprendí que la economía es una ciencia cuyas fórmulas caben en una sucia servilleta. También aprendí que todo periodista que se precie tiene que romper con preguntas los rincones donde la noche se ha hecho silencio.
Ahora, que la Gran Vía de Madrid se ha llenado de vendedores ambulantes y que en el Metro de Barcelona se extienden las mantas por el suelo, los apóstoles del neoliberalismo siguen empeñados en asegurarnos que al mundo le sobra gente. Con su doctrina, semejante a una pseudoreligión de raíz económica, pretenden demostrar que el sistema que predican es una ciencia cuyo modelo no funciona por culpa de una realidad que hace trampas y que no se sabe adaptar a sus teorías. Las fórmulas del neoliberalismo superan los márgenes de una de aquellas servilletas con las que los filipinos de entonces envolvían los bocatas.
Por eso, solo queda romper el silencio y cargar la escobilla para escribir a los defensores del neoliberalismo una pregunta que bien podría ser su epitafio: ¿Cómo van ustedes a resolver la vida a toda esta gente que vende su mercancía en las calles?