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No en nombre de la libertad de expresión

Algo muy básico se ha roto en nuestra concepción del derecho a la libertad de expresión cuando tanta gente necesita empezar su crítica a la peligrosa sentencia que condena a Cassandra Vera dejando claro, ante no se sabe muy bien quién, su repulsa por sus tuits, su humor e incluso el personaje. Hasta donde yo recuerdo, ni el mal gusto debe ser nunca materia penal, ni los derechos van asociados al acuerdo o desacuerdo, o al gusto o disgusto, con quien los ejerce. La libertad de expresión es un derecho fundamental que se tienen y se ejerce, no hay que merecérselo ni ganárselo ante nadie.

Hay tanta necesidad de distanciarse de Cassandra que no pocos comunicadores se han lanzado al periodismo de investigación, exigiendo explicaciones por una supuesta batería de tuits que se presentan como polémicos, desagradables u ofensivos. Puede que no fuera la intención de muchos, pero el resultado ha sido dejar en el aire esa idea de que algún castigo se había ganado porque, en el fondo, tampoco es que parezca muy buena persona o un caso que merezca defensa, simpatía o solidaridad.

Se trata de una novedosa manera de criticar una sentencia que se supone amenaza la libertad de expresión: cargar sobre la víctima la carga de la prueba por cuanto haya dicho, hecho o pensado en su vida y que pueda ser utilizado en su contra. “¿Tiene usted una cierta tendencia a desear la muerte a aquel que no comparte sus ideas?”, llegó a preguntarle Carlos Alsina (Más de uno, Onda Cero, 30/3/2017) convertido en martillo de herejes que puede que no merezcan la cárcel, pero sí una condena.

Otra curiosa manera de defender la libertad de expresión estos días ha sido equiparar la condena a Cassandra con la prohibición de circular al autobús de Hazte Oír, tratándolos como si fueran ejemplos similares de idénticas amenazas para la libertad y la tolerancia. “Yo no hubiera condenado a Cassandra, pero tampoco habría prohibido el autobús de Hazte Oír”, repiten muchos convencidos. Como si fuera lo mismo publicar tus ideas en un medio donde acceder supone una acto voluntario, que ocupar una calle y un espacio público obligándonos a todos a leerlas y escucharlas, nos guste o no. Como si a Hazte Oír la hubieran prohibido usar Twitter, o publicar una web, o editar sus ideas; no simplemente abusar de manera ilegitima de un espacio público.

Dejo para el final mi favorita en cuanto a maneras novedosas de defender la libertad de expresión. Me refiero a aquellos que, mientras claman por la libertad de expresión, denuncian en quienes defienden a Cassandra una peligrosa y antidemocrática tendencia a justificar el uso de la violencia. Un remake del clásico truco del represor donde el problema nunca es la libertad pero el peligro siempre son las ideas. Como si defender la libertad de expresión de alguien obligase automáticamente a validar o ser solidario con sus opiniones.

Vean el perfecto ejemplo ofrecido por Jorge Bustos en El Mundo (“Condenada Casandra”, 1/4/2017): “…El debate derivó pronto de la defensa de la libertad de expresión, que ampara el humor más negro –debate que no existía porque todos allí estábamos de acuerdo-, a la justificación de la violencia como partera de la historia, como agente democrático. Esa idea tan arraigada en el alma del buen rojo español de que ETA es buena cuando asesina a Carrero y deja de serlo cuando vuela un Hipercor…”. Una certeza tan moralmente intrépida que bien podría encajar en esa tradición de presunta superioridad ética tan arraigada en el alma del buen facha español según la cual lo de Franco fue en realidad una dictablanda, tampoco mató tanta gente y alguien tuvo que poner orden porque la mayoría de los españoles no estábamos educados o preparados para la democracia.

No sé muy bien qué defienden, pero no creo que sea la misma libertad de expresión, ni siquiera se le parece.