Junts y el PSOE han acordado una amnistía para las personas vinculadas a los referenda ilegales que tuvieron lugar en Cataluña en 2014 y 2017, a cambio de que Pedro Sánchez sea investido presidente del Gobierno. Es lo único pactado además de sentarse las bases para una negociación que se alargará en el tiempo. La amnistía no es justa, porque las amnistías no son herramientas para hacer justicia. Lo contrario es el fiat iustitia et pereat mundus, es decir, que se haga justicia aunque se hunda el mundo. Las amnistías son herramientas para resolver conflictos políticos, pero nadie puede negar que es un instrumento democrático a la orden del día en los países de nuestro entorno.
A partir de ahí, el documento se centra en enumerar todos los asuntos sobre los que no hay acuerdo. Como se suele decir: se han acordado las discrepancias. Son tan profundas que no pueden más que constatarlas y comprometerse a abordarlas. La transacción es una buena noticia, porque habrá gobierno, y goza de coherencia interna: si se quiere hacer política con un partido como Junts este tiene que estar normalizado; y si usted quiere normalizar su situación ha de volver a los cauces democráticos del diálogo, las instituciones y la legalidad. Que también en el día de ayer el Parlament de Cataluña haya tumbado una propuesta de la CUP para celebrar otro referéndum unilateral da idea de la aceptación de la legalidad por parte de ERC y Junts.
Para valorar el documento con un poco de perspectiva, basta hacer un breve viaje en el tiempo. Si la cuestión se hubiera planteado en estos términos en 2013, ¿dónde estaríamos ahora? Si en aquellos años, en vez de tener el PP una mayoría absoluta hubiera necesitado los votos del espacio convergente, ambos se hubieran sentado probablemente a hablar. O sea, a hacer de la necesidad virtud. Si Artur Mas, primero, y Puigdemont, después, hubieran aceptado hacer política sujetándose a las reglas y Rajoy hubiera aceptado que los problemas políticos se resuelven hablando, ¿cuánta energía nos habríamos ahorrado como país? Sin embargo, en aquel momento populista, Puigdemont pensó que era mucho más rentable romper con todo, y Rajoy decidió que, como no le hacían falta sus votos, no era necesario sentarse a hablar. A veces es preferible tener necesidad de los otros que no tenerla: dialogar es un engorro, no hacerlo es un problema. En 2023 se nos ofrece la posibilidad de volver a empezar y hacer las cosas mejor.
A partir de ahí todo vuelve a ser tan endiabladamente complicado como lo era hace diez años, pero más fácil que hace cinco. Aún así hay muchas notas que poner a pie de página en el documento. En primer lugar, por la creación de un mecanismo de verificación del que sólo se nos dice una cosa, que será internacional. Bien está, como reconocen las dos partes, que no se fíen mutuamente. Pero las instituciones españolas disponen de suficiente credibilidad y solidez como para desarrollar en ellas los cauces donde se ventilen las discrepancias, al tiempo que se va generando la confianza necesaria. Un mecanismo internacional sugiere que no somos capaces como país de resolver nuestros propios conflictos internos y eso es falso además de dañar nuestra reputación.
Por último, lo que el documento llama “antecedentes” es, en realidad, una versión de parte sobre lo sucedido en estos últimos diez años. A bote pronto le añadiría al documento al menos otras cuatro notas a pie de página. Dos de ellas para subsanar dos ausencias clamorosas: uno, la influencia de la crisis económica en la exacerbación del malestar social y político, que provocó el giro hacia el independentismo de la entonces Convergencia, para eludir su responsabilidad en los recortes y su incapacidad para gestionar la crisis económica. No fue sólo la sentencia del Estatut la que alimentó el conflicto, y afirmarlo equivale a negar que este conflicto se inscribe en una etapa histórica de renacionalización común a todos los países parecidos a nosotros (sólo eso explica que Junts y Vox hayan crecido al mismo tiempo, pues se trata de dos nacionalismos esencialistas que antagonizan). El segundo gran olvido son las leyes de desconexión aprobadas el 6 y el 7 de septiembre de 2017, que privaron a la población catalana de sus derechos. Además, añadiría otras dos notas en relación a las medias verdades habituales del independentismo. Por un lado, la mención reiterada a mayorías independentistas en el Parlament oculta el hecho de que nunca superaron el 50% de los votos, por más que la ley electoral convirtiera lo que no era una mayoría social en una mayoría parlamentaria. Por último, asegurar que las propuestas realizadas desde Cataluña para celebrar una consulta se hicieron “desde la lealtad” mueve a la risa: el independentismo no sólo actuó con deslealtad, sino que hizo gala de ella, porque constituía el alimento esencial de su discurso.
Mientras escribo estas líneas, conocemos la terrible noticia del disparo que ha herido de gravedad a Alejo Vidal Quadras, al que deseo una pronta recuperación. Confío en que la policía aclare con rapidez un acto violento que merece la más radical condena. La tensión ambiental ha aumentado muchos grados en los últimos días con los disturbios ante la sede del PSOE en Madrid, y la reacción de Abascal deja claro quién se beneficia de las algaradas. Más que nunca, saber lo sucedido es fundamental para evitar que la situación se desborde. Ante todo, mucha calma.