Barcelona, 19.30 horas
Por primera vez en mi vida me siento un poco mal al irme de vacaciones. Hay dos cuestiones que me preocupan. Bueno, tres: “En Japón, ¿bikini o bañador entero?”, “¿cruzaremos a tiempo el control de seguridad de El Prat?”. Y por último, “¿cómo se supone que debe sentirse una barcelonesa que odia el turismo en su ciudad, cuando es ella quien se convierte en turista?”.
Barcelona, 4.00 horas
Estoy preparada, una vez más, para desaparecer de la silla del trabajo, de los ojos de mi gato. Es un poco espeluznante acostumbrarse a desaparecer, será porque en realidad nunca terminamos de hacerlo del todo. Si irse de vacaciones consistiera en “desconectar de todo” de verdad, Booking tendría un departamento de secuestros y en Instagram solo veríamos fotografías de cañas después del trabajo, siestas y playas cercanas.
Barcelona, 7.00 horas
Tanto Barcelona como Japón aparecen en rankings de medios digitales como lugares donde se odia a los turistas. Nosotros no odiamos a los turistas, sino al modelo de negocio que está transformando nuestra ciudad y empeorando de forma patente nuestras vidas. Por lo que he leído, para los japoneses los turistas son más bien como mosquitos: seres poco higiénicos y molestos, propios de esta época. Los espantan con paciencia y amabilidad puesto que son —somos— una plaga controlada.
Barcelona, 10.00 horas
Imagino un diálogo de turista a turista con un japonés. “¿Qué busca usted en Barcelona?”, le preguntaría yo. Imagino una posible respuesta: “Quiero conocer la gastronomía española y visitar los edificios de Gaudí. Me atrae la pasión de tu país, sus grandes artistas”. Si el tokiota me preguntara qué busco yo en su ciudad, le respondería, a grandes rasgos, lo mismo: “Deseo degustar las delicias de su país, seguir las huellas de algunos artistas, sentir los neones en mi piel. En definitiva, me gustaría nadar como una rana en la vasija milenaria en la que, al parecer, ustedes mezclan el futuro y su propia espiritualidad”.
Dejando a un lado el hecho de que estoy haciéndole la pelota a un japonés imaginario, ¿qué nos diferencia como turistas, si es hay algo que lo haga?
Helsinki, 11.30 horas
En la cola para el vuelo de escala en Finlandia destaca un grupo de cinco hombres jóvenes. Son colegas y están nerviosos. Tres de ellos parecen mellizos. El más mayor, moreno y de pelo cano, se pasa todo el tiempo callado con las manos a la espalda, excepto cuando bromea con encenderse un pitillo “aquí mismo”. Les acompaña un chico calvo, sin cejas y con gafas, que les indica a sus compañeros que no se mezclen con la fila VIP, “a ver si la van a liar”. Tartamudea. Levanta un pie y el otro como si bailara música country. Descubro que el grupo se dirige a Bangkok y que media cola se está riendo de ellos, de su excitación y su inexperiencia. Algunos les miran por encima del hombro. Yo les entiendo. Esos nervios son los que se sienten cuando vas de excursión por primera vez con el colegio. Los que sigues experimentando, de algún modo, si te gusta viajar.
Espacio aéreo ruso, 13.46 horas
El turismo es una industria global que no va a parar de crecer debido al abaratamiento de sus costes. Precisamente, imagino que el futuro del tráfico aéreo precisará de semáforos entre las nubes, capaces de regular los atascos circulares de aviones comerciales en suspensión.
El negocio del traslado de personas que buscan placer y aventuras tiene un gran impacto ambiental, y la riqueza que genera no siempre trae prosperidad.
¿Debería sentirme culpable por viajar? ¿O debería defender el derecho de los ciudadanos de países hasta pobres y explotados por las potencias coloniales a hacer turismo?
Espacio aéreo ruso, hora indeterminada
Está de moda la comparación del viajero con el turista. Algunos defienden la idea de que a diferencia de este último, el viajero consciente crea vínculos entre pueblos y culturas, es solidario, nutre la economía social. He viajado lo suficiente como para saber que eso es una ingenuidad. He visto exploradores low cost más explotadores, egoístas e irrespetuosos que una pareja de mediana edad que se marcha cinco días al extranjero en busca de un merecido descanso.
El interés de cada uno de nosotros por buscar un diálogo, y no un monólogo, con el destino del viaje, y por analizar de forma crítica la industria turística del país en cuestión, es muy importante, pero en absoluto disipa nuestro impacto. Este existe siempre. También si se va al extranjero a trabajar como periodista.
Espacio aéreo indeterminado
No dejaré de viajar porque no amo viajar, amo a la gente, las situaciones y a los lugares que he encontrado y que sigo encontrando año tras año. No todos son buenos.
Espacio aéreo indeterminado. Una azafata le da a un botón y crea la noche en cabina
¿Qué buscamos, en realidad, cuando hacemos turismo? Además de descanso, cultura y gastronomía, ahora también se buscan “experiencias”, como si estas pudieran rastrearse a través de Google Maps. Estas vivencias, sensaciones, son percibidos como tesoros que deben guiarnos en la vida, mejorarnos en realidad. Últimamente parece que todo asueto que se precie debe incluir un “momento auténtico”. Por ejemplo, una vieja desdentada y adorable que nos lea la mano y nos diga que debemos creer en nuestra fuerza interior. Las experiencias, una vez que son comunicadas a los demás, se convierten en un mecanismo de ascensión social ampliamente aceptado. Destilan pureza y humanidad. Muchos acumulan experiencias del mismo modo que se llenan los bolsillos de conchas y caracoles.
Espacio aéreo indeterminado. Noche
A mi alrededor los pasajeros duermen. Imagino el dolor de sus cervicales y lumbares en forma de círculos rojos sobre sus cuerpos, como en los anuncios de antiinflamatorios, cuando me doy cuenta de que estoy deslizando el pulgar por el interior de mi dedo anular izquierdo.
Hace meses que perdí mi “anillo imperdible”, el que palpaba siempre con este gesto. Lo compré en Sarajevo hace una década y lo perdí infinitas veces, pero el aro irregular de plata sucia siempre hallaba la forma de volver a mi dedo. Llegué a pensar que entre el anillo y yo había una especie de tensión magnética y por eso me despreocupaba, visualizando se arrastraba lentamente, hasta alcanzarme. Me sorprende que sea ahora, meses después, cuando este gesto perdido haya vuelto a mi mano.
Cuando todos duermen, siempre pienso que el avión es una cuna inmensa llena de bebés adultos. Eso activa una glándula infantil en mi esternón. Recuerdo a mi padre y lloro en silencio. Desde hace poco más de un año, aprovecho para llorar en los vuelos nocturnos.
Tokio, 13.00.
Puede que viajemos para visitarnos a nosotros mismos, aunque sea por contraste. Defiendo la sensación de pertenencia hacia el anonimato y la de dejar que la intimidad nos cace en un paisaje que, para nosotros, no es más que un decorado. Quizá necesitemos movernos para conmovernos, lo cual no deja en muy buen sitio a nuestro propio hogar. Solo sé que estoy sola en una plaza elevada, entre rascacielos llenos de oficinistas. Que por primera vez Airbnb no tiene lugar en mi viaje, y que este lunes en Tokio trae silencio y llovizna.