ENSAYO GENERAL

Los noventa de los noventa

19 de agosto de 2024 22:14 h

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Es un tesoro Tulang Pinoy, el último libro de poemas de Daniel Durand. “Tenía 52 años, estaba soltero, tenía mi casa con libros, patio y amigos. Pensaba si seguir así, continuar envejeciendo de esa manera, o dejar esta vida y empezar todo de cero, vivir una segunda vida, vivir la vida de nuevo. Decidí esto último”, escribe Durand en la contratapa. Entonces, en 2015, conoció a Niña Castillo en una página de citas y decidió irse a visitarla a Filipinas, donde tuvieron dos hijos y vivieron cuatro años. Yo ya sabía esta historia, porque no tiene nada de secreto, todo el mundo la cuenta, todo el mundo en el pequeñísimo mundo de personas a las que nos importa lo que les pasa a los poetas de los noventa. La había escuchado, también, en La vida que te agenciaste, el documental de Mario Varela que recuperaba la historia de 18 Whiskys, una revista de poesía cuyo status de mito excedió por mucho a los dos números que duró. En el documental, Varela se va a buscar a Durand por el mundo y no logra encontrarlo.

 Entonces es genial la historia, pero está bien que Durand la cuente en la contratapa, porque el libro se trata de eso, pero no lo cuenta como lo contaría una crónica de viajes o uno de esos libros sobre el sentido de la vida y la mediana edad. Lo genial, de hecho, es que el libro casi no se mete en esas reflexiones (subrayé solo una estrofa en ese tono: De los 12 a los 52 / 40 años de juventud dilapidados / en proyectos de pareja, internet / y recitales de poesía). Es refrescante la sensación de que Durand no la hizo para contarla, que no haya tratado de meter esa decisión en ninguna narrativa: el libro respira en una suerte de primerísimo plano, en el que aparecen preguntas vitales pero reducidas a su mínima expresión (Porqué las cosas casi pasan / muchas más veces que las que pasan?) y mezcladas de manera indisoluble, como en un budín que ya salió del horno, con las luchas lingüísticas del día a día en un lugar al que uno ha llegado sin saber nada y la cotidianidad de la familia y la subsistencia en un lugar al que uno ha llegado sin saber nada, y quizás sin nada, a secas.

Antes que nada, los objetos: la basura, las plantas; antes que nada, los animales, los reales y los mitológicos; antes que nada, los desconocidos, las desconocidas, los cuerpos y los acentos en un mundo sin amigos. El discurso mainstream sobre los noventa es el de la banalidad y el materialismo. Los poetas de los noventa en Argentina fueron todo menos eso, y ahora que siguen escribiendo en un mundo que se siente mucho más banal y materialista incluso que el que ellos habitaron la sensación es que estamos viviendo en los noventa de los noventa, en unos noventa repetidos en el que ni siquiera queda una catacumba en la que la gente no esté haciendo todo por dinero. La juventud se enorgullece, en cambio, de pasarse la vida pensando en plata; los artistas ya no hablan de arte, hablan de números, estadios llenados, tickets vendidos. En otra época al menos estaba el gusto de que eso lo hicieran los managers. La poesía, igual, siempre fue otra cosa. Sigue siendo otra cosa.

 

Cuando escribí mi última novela me di cuenta de que me costaba muchísimo pensar como poética una vida del siglo XXI. Tenía un personaje, una actriz que trabajaba como telefonista de un cementerio en los años sesenta, y había decidido que tendría otro personaje, una becaria CONICET de nuestra época que me serviría para reponer, en sus conversaciones con sus colegas, algunos asuntos sobre la tradición teatral en la que la otra protagonista trabajaba. El problema era evidente: la belleza de la secretaria que hace teatro en ídish en los sesenta se escribía sola. La modista, el viejo que custodia un archivo y te invita a ver películas en su salita, las discusiones ideológicas, todo nos parece mágico por sí mismo; al lado de eso, hay que encontrarle la vuelta para que no quede demasiado pálida una chica que manda mails y baja papers en su casa. No sé si la encontré, pero sí me di cuenta de algo: que en el fondo igual estaba haciendo trampa, porque las vidas dedicadas a la universidad no terminan de ser vidas del siglo XXI. Por eso mandan mails y no audios de WhatsApp; por eso también esa gracia que tiene el libro de Durand, ese abrazo al sinsentido, pasar meses investigando algo que quizás no va a ninguna parte y tener que cambiar de idea. Por supuesto que la academia también cambia, y cada vez más tiene que organizarse en torno de una estética de la productividad; pero es la parte que se resiste a eso la que sigue teniendo poesía, justamente, la parte que se sigue tratando de encerrarse en un aula con un montón de papeles y tratar de convertirlos en algo que se pueda enseñar, como si para eso tuviéramos todo el tiempo del mundo.

 

Como a mucha gente, no me gustó el tono de los spots que sacó la Universidad de Buenos Aires en estos días para concientizar sobre el ahogo presupuestario de las universidades nacionales, pero eso no es importante. Lo que me parece importante es pensar en cómo regresar a un estado de cosas en que ir a la universidad es un esfuerzo deseable y admirable, un mérito que alguien quiere tener; y que de eso se derive un respeto a quienes la sacan adelante. No es un asunto puramente económico; de hecho, incluso si muchas cosas cambiaron, ir a la universidad sigue siendo una decisión económicamente razonable. Si entre la juventud es una opción que aparece menos valiosa es más por razones culturales, no porque realmente sea tanto más fácil hacer plata sin un título. No me da miedo ni me parece mal que la reivindicación de la universidad, una institución literalmente medieval, tenga algo de nostalgia; no es un problema, tampoco. Quienes hoy defienden que la universidad pública es un antro de zurdos soberbios que no sirve para nada no son “futuristas”; de hecho, mientras dicen que la universidad pertenece a un pasado irrelevante que no hay razón para financiar, añoran pasados más o menos inventados de esposas felices y sumisas y mundos sin anticonceptivos, todo al tiempo que celebran algún tipo de aceleración capitalista que acabaría con los débiles (esos que creemos que es importante financiar universidades públicas). Creo que eso sí funcionaba en el spot, la reivindicación del profesor que habla de lo que le gusta y que espera contagiar con su entusiasmo, sin convertirse en mercader o en influencer; no sé cuál es el camino para volver a ese contagio, pero no me parece mal tener eso en el horizonte. Los caminos del progreso pueden parecerse más a volver a casa de lo que una puede ver si mira demasiado rápido.

TT/MF