NSA y SITEL, dos caras de la misma moneda
El hecho que Estados Unidos haya espiado a una serie de líderes mundiales es grave, como también lo es que, solo en España, se hayan espiado 60 millones de llamadas telefónicas; no se trata de una travesura entre amigos sino de la comisión de un delito previsto y penado en el artículo 197 del Código Penal y que conlleva una pena grave. Lo que se protege con este precepto no es otra cosa que el secreto de las comunicaciones, derecho elevado a rango constitucional como no podría ser de otra forma; estaría en juego, por tanto, la intimidad de las personas. Sin embargo, junto con estas escuchas ilegales por parte del amigo americano, sería interesante que se abriese el debate sobre las escuchas telefónicas en el ámbito nacional, es decir, todas aquellas que se hacen, cada día, con o sin amparo judicial en España y que afectan al mismo derecho.
La legislación española contiene una precaria regulación para las intervenciones de las comunicaciones y, por ello, ha sido la jurisprudencia la encargada de ir estableciendo su marco regulatorio; obviamente, ese camino ha permitido avanzar, pero siempre sobre una base de escasa previsibilidad respecto a un derecho que es tan fundamental como el de la intimidad, en el marco del secreto de las comunicaciones.
En estos momentos, y según datos oficiosos, en España habría, aproximadamente, un millón de líneas telefónicas intervenidas legalmente, es decir intervenidas con autorización judicial; el dato puede no decirnos nada pero deberíamos analizar lo que ello significa.
Para que una intervención telefónica sea legal requiere, entre otras cosas, que se trate de una medida adoptada en el seno de un procedimiento penal, que sea proporcionada, que esté autorizada por un juez y, también, que durante su duración esté permanentemente supervisada o controlada por quien la autorizó (el juez).
Si cruzamos algunos datos llegaremos a conclusiones nada satisfactorias respecto al posible control judicial, o no, de tan grave medida. Si en España existen unos 2.345 órganos judiciales de carácter penal y, de ellos, solo 1.675 se dedican a Instrucción Penal (investigación) tenemos que cada juez debería tener controlada una media de 597 intervenciones telefónicas por juez y día.
El dato anterior debemos cruzarlo con la media de asuntos nuevos que ingresa cada juez o magistrado y que es, aproximadamente, de 192 por mes.
El cruce de datos sólo nos puede llevar a una conclusión: en España se intervienen masivamente diversos teléfonos sin que sea posible un control judicial efectivo sobre esa medida, y eso no parece preocuparle a nadie.
El fundamento legal para las intervenciones telefónicas no es otro que la persecución de delitos que nuestro ordenamiento califique como graves, es decir los que tengan señalada pena superior a los tres años de cárcel. Sin embargo, la masiva intervención de teléfonos que venimos describiendo (en torno al millón de líneas) no se corresponde ni con las tasas de criminalidad ni con el número de investigaciones en curso respecto de delitos graves.
Manejar esta cantidad de datos, un millón de líneas intervenidas, no es tarea fácil pero, para solucionar eso se adquirió y se aplicó en España el denominado sistema SITEL que fácilmente lo permite almacenando los datos para luego darle el uso que se quiera.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha sido generosa, por decirlo de alguna forma, tanto con este sistema como con el uso que se da a los datos que con él se obtienen. Lamentablemente, se trata de un avanzado sistema informático que, al final, depende de los seres humanos y de su mayor o menor respeto por la intimidad ajena pero, qué duda cabe, el Tribunal Supremo debería cuestionarse si es posible que en un país, con una población cercana a los 40 millones de habitantes, uno de cada 40 ciudadanos deba tener el teléfono intervenido.
La explicación que se dará es que en España existen más teléfonos que ciudadanos, cosa bien cierta; lo que no se puede explicar es que la media de intervenciones telefónicas equivalga a que 1 de cada 40 ciudadanos esté siendo investigado con irrupción en algo tan íntimo como son las comunicaciones.
Algunos dirán que ante fenómenos como la criminalidad organizada, el Estado nos tiene que defender con los métodos que tenga a su alcance pero, ante la masiva utilización de estos métodos de investigación la pregunta y el planteamiento debe ser otro: ¿nos está defendiendo el Estado o, por el contrario, está utilizando los recursos públicos para espiarnos?
En cualquier caso, y para que nos centremos, lo que realmente está sucediendo es que nos estamos despeñando por una pendiente tremendamente peligrosa según la cual bastan muy pocos datos, incluso ninguno, para que se acuerde una medida tan gravosa como la intervención de las comunicaciones y, unido al dato del imposible control de esas intervenciones, muchos ciudadanos podemos estar siendo investigados por motivos muy distintos a los de la posible comisión de un delito.
Estados Unidos intervenía ilegalmente millones de líneas; en España se ha alcanzado un nivel de perfeccionamiento mayor, consistente en recabar la oportuna autorización judicial para las intervenciones con la excusa de la posible y potencial comisión de graves delitos.
¿Cómo funciona el sistema español de intervenciones masivas? Muy sencillo: en el seno de una investigación judicializada se van introduciendo diversos números de teléfono que se atribuyen a personas pendientes de identificar; al poco tiempo, se pide el cese de dichos números, por carecer de relevancia para la investigación y se trasladan esos mismos números a otro proceso donde se utilizará la misma técnica.
Como he dicho antes, sin un control judicial efectivo, se van paseando teléfonos de un procedimiento a otro y, siempre, sin aportar dato alguno relativo a cualesquiera tipo de actividad ilegal. Con esta práctica se consiguen dos objetivos: el primero, pinchar teléfonos de forma “legal” y, el segundo, obtener datos de miles de ciudadanos por si en algún momento resultan de interés para alguien.
Resulta paradójico que en una causa penal en la que luego se sienta en el banquillo, por ejemplo, a seis personas, se hayan tenido intervenidas más de 100 línea telefónicas. No se trata de datos inventados, sino de experiencia profesional que avala la prospectividad con que se están interviniendo teléfonos y el escaso o nulo control judicial que sobre dichas intervenciones existe.
Pues bien, entre lo que viene sucediendo en España y lo que ha desvelado Edward Snowden respecto del espionaje electrónico por parte de los amigos americanos, creo que no existe gran diferencia; seguramente la única diferencia tenga que ver con una cuestión de cantidad y capacidad técnica para el manejo de más y mejores datos. Una vez más, parece que vemos la paja en el ojo ajeno en lugar de la viga en el propio y, sin duda, podemos declararnos incapaces para controlar lo que realizan los estadounidenses pero es inadmisible que hagamos lo mismo con lo que se viene realizando en España con absoluta impunidad.
Lo que sí nos distingue de los estadounidenses, en esta flagrante violación del derecho fundamental al secreto de las comunicaciones, es la solución que existe en uno y otro caso: para el caso de Estados Unidos se necesitará una decisión política de poner fin a tan ilegal práctica y, en España, sólo hace falta que el Tribunal Supremo comience a cuestionarse la legalidad de las intervenciones prospectivas y masivas que se vienen realizando de forma sistemática en procedimientos penales que luego quedan en muy poco o nada.