Presumo que Juan Carlos I habrá pegado un salto de alegría -o dejémoslo en un suspiro de alivio- al enterarse de que la justicia británica había decidido reconocer su inmunidad durante su etapa como monarca y liberarlo del enjuiciamiento por las acusaciones más graves que pesaban sobre él en el affaire Corinna. Ese blindaje -sumado a la prescripción de importantes delitos fiscales y a la vista gorda de Hacienda ante unas regularizaciones poco ortodoxas- ya le había permitido al emérito eludir el banquillo de España.
En el caso español, Juan Carlos contó con la generosidad de la Fiscalía. Esta, si bien describió con crudeza las andanzas delictivas del exmonarca, hizo una interpretación laxa de la figura de la inviolabilidad, que extendió a cualquier actuación del rey, cuando el sentido común indica que debería circunscribirse a los actos derivados de su función institucional. La justicia británica se fue por otra rama argumental: sostuvo que el acoso del emérito a Corinna en Mónaco en 2012 no fue un asunto “privado”, puesto que contó con la participación del CNI. “Si un acto solo puede ser realizado por un Gobierno, y no por un ciudadano, es necesariamente un acto soberano”, concluyó la Corte de Apelaciones, lo que llevó al tribunal a admitir la inviolabilidad del ilustre acusado.
Entiendo que el emérito esté contento y muy agradecido con la labor de su equipo de abogados. Sentarse en un banquillo es, sin duda, un trance desagradable. Lo que no entiendo de ninguna manera es cómo, después de lo que hemos visto, las cosas sigan como si nada en España. Lo que ha sucedido con el primer monarca de la nueva etapa democrática debería llevar, si no a un debate sobre la monarquía -un cambio de modelo de Estado resulta prácticamente imposible en el actual marco constitucional-, sí al menos a una clarificación del alcance de la figura de la inviolabilidad del rey. Ya no se trata de sumirnos en discusiones inoficiosas sobre cuál fue la intención de los padres de la Constitución al introducir ese blindaje: si limitarlo a las funciones institucionales del monarca o extenderlo sin límites de modo que el jefe del Estado quedara por encima de cualquier atadura legal. Yo tiendo a creer que los padres de la Constitución no ahondaron en esta discusión porque asumieron que la conducta del rey y de sus sucesores sería modélica o, al menos, menos escandalosa de lo que ha sido la de Juan Carlos I. Y seguramente pensaron también que una inviolabilidad total constituía el mejor escudo para evitar que el monarca se viera sometido a ofensivas judiciales de desgaste por parte de sectores antimonárquicos. Lo que no quisiera imaginar –líbreme Dios- es que el objetivo de los padres de la Constitución hubiera sido poner al monarca por encima del bien y el mal para que pudiera cometer fechorías a su antojo.
Pero esto es justamente lo que ha sucedido: el primer rey tras el franquismo ha cometido fechorías a su antojo y no ha pagado por ellas porque estaba por encima del bien y el mal. Sin el menor pudor, se ha aferrado al privilegio de la inviolabilidad para librarse de la justicia de los mortales. Más allá de cuál fue la motivación de los padres de la Constitución para introducirlo, el artículo 56 de la Carta –“La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”- se ha estrenado de la peor manera posible: como parapeto de delincuencia. Sin duda, algo falló estrepitosamente en el engranaje y, ya se sabe, cuando las cosas fallan lo aconsejable es repararlas. No vale con decir que el actual rey es intachable. Incluso asumiendo que lo sea, de lo que aquí se trata no es de hacer pronósticos sobre la conducta del presente y los futuros monarcas, sino de clarificar el alcance de un blindaje inspirado en las monarquías absolutistas y que se ha demostrado perverso a la primera de cambio.
Personas nada sospechosas de promover desestabilizaciones institucionales, como Alfonso Guerra, sostienen que el sentido común indica que la inviolabilidad debe interpretarse en su sentido restrictivo, es decir, limitada a las funciones propias de la Corona. Y defienden la necesidad de una reforma constitucional que precise ese alcance, de modo que no haya más excusas para interpretaciones más laxas, como la que hizo la Fiscalía en el caso de los líos de Juan Carlos. Presumo que dicha reforma no saldría adelante, porque contaría de entrada con el rechazo del Partido Popular y de Vox. Pese a todo, y por mera decencia democrática, el debate debería abrirse. Y haría mal el PSOE en seguir rehuyendo el tema con el pretexto de que, mientras la derecha se mantenga en su posición, no tiene sentido abrir el melón. Lo que ha sucedido con el emérito es grave en sí mismo y, también, por los efectos que el mensaje sobre su inviolabilidad está teniendo en la sociedad. En su huida hacia adelante, Juan Carlos I ha arrastrado a las instituciones –en particular la Fiscalía y Hacienda- en un espectáculo que ha contribuido a minar la confianza de los ciudadanos en el Estado.
Y no hablemos del CNI, que fue utilizado por el emérito dentro de su confrontación con Corinna, como lo dejó sentado la justicia británica. Increíble: Juan Carlos se libró se sentarse en el banquillo en Reino Unido porque, al utilizar agentes del servicio de inteligencia para espiar y allanar la vivienda de su examante, se consideró que se trataba de un asunto de Estado y no de una batalla privada. Y aquí no ha pasado nada. Nadie –en particular los responsables del Gobierno de Rajoy, que estaba en poder cuando ocurrieron los hechos- ha salido a dar explicaciones. O por lo menos a plantear una reflexión sobre si, en este caso, el CNI estaba protegiendo la seguridad del Estado o la de un “ciudadano más”, como le gusta decir a la derecha para defender las visitas del emérito a España.
Nada. Ni limitación de la inviolabilidad del rey. Ni la mínima reflexión sobre las consecuencias institucionales que han tenido las andanzas del emérito. Por lo visto, aquí no ha pasado nada.