Otro ocio es posible

31 de agosto de 2020 22:41 h

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Este fin de semana ha entrado en vigor la resolución del gobierno catalán por la que se prohíben encuentros y reuniones de más de diez personas tanto en el ámbito privado como en el ámbito público (con distintas excepciones). Con esta medida se intenta frenar el ritmo de contagios por COVID-19 a dos semanas del inicio de clases y de la recuperación de una cierta normalidad laboral. No se trata de una medida nueva. Ya está en vigor en distintos territorios de Catalunya y de España. Y fue una de las recomendaciones que se acordaron en la última Conferencia de Presidentes.

En el texto de la misma resolución se apunta que “en el ámbito familiar y social es dónde se están produciendo un importante porcentaje de contagios, como consecuencia de la relajación en los controles preventivos para evitarlos”. Estos espacios son vividos como zonas de confort y de falsa seguridad: con nuestros seres queridos no puede pasarnos nada. Además, como también apunta la resolución, algunos contagios “provienen de personas asintomáticas que hacen una vida o actividad normal pero son agentes activos de transmisión de la enfermedad”.

España vuelve a ser el país de la UE con mayores tasas de contagio por COVID-19. Es evidente que las cosas no se han hecho bien. Es cierto que la estructura productiva y social del país explica parte del desastre. Pero no solo. Las administraciones públicas (autonómicas y central) han ido a remolque de los acontecimientos en esta “segunda ola” de la pandemia. Muchos expertos coinciden en el análisis de que se ha pasado a una “desescalada” demasiado acelerada, a la vez que se ha producido una entrada a la “nueva normalidad” sin la necesaria capacidad de detección y rastreo de casos. A pesar de que la circulación del virus se redujo drásticamente gracias a uno de los confinamientos más duros del planeta, éste aún vivía entre nosotros... Se confió demasiado en que el empeoramiento de la situación no se produciría hasta otoño. No había demasiado datos que así lo avalaran (ya estaba descartado que fuera un virus estacional), pero las tensiones entre gobierno central y autonómicos acabaron por decantar decisiones. Cada gobernante quería colgarse la mejor medalla.

Ahora bien, llegados al punto en que estamos, debemos ser conscientes de que la mejora de la situación requiere otra vez de la corresponsabilidad ciudadana. Las administraciones deben ponerse las pilas. Pero solo podremos reducir la incidencia del virus si modulamos nuestra actividad social y tomamos precauciones en nuestras interacciones con los otros. La transmisión comunitaria ya está presente en muchas zonas del país. Necesitamos ganar tiempo para poder avanzar en la vacuna y los tratamientos. Medidas como este decreto, bienvenidas sean. Dicho esto, es cierto que es complicado apelar a la implicación social cuando las administraciones han fallado. Y según mi opinión no solo han fallado con las medidas implementadas, es decir, con los efectos directos que estas hayan podido tener (por ejemplo, contagios que haya provocado el ocio nocturno o la abertura de fronteras). Sino, sobre todo, se ha fallado con los mensajes que se han lanzado a través de las propias medidas.

Un ejemplo muy ilustrativo: los bares abrieron antes que nada. Antes que escuelas, universidades, teatros o bibliotecas. Antes que centros médicos, oficinas de empleo o servicios sociales. Antes que centros cívicos, cines o parques infantiles. Abrieron incluso antes de que la gente pudiera ir a pasear o hacer deporte libremente por ciudades o pueblos (¡y montes!). La única manera de recuperar la sociabilidad perdida era encontrarse en un establecimiento de este tipo. En ellos además desaparecían, de facto, las tres medidas claves para hacer frente a la pandemia: manos, mascarilla y distancia. Se ha creado una falsa sensación de seguridad en ciertas prácticas de riesgo.

Y si se puede hacer en el bar, por qué no organizar una celebración en casa, o en el aire libre en forma de botellón. Hemos dado a entender que los bares, restaurantes y discotecas, y lo que allí se hace, son la única vía para recuperar una cierta normalidad en un país donde estar con los otros importa. Se puede entender la presión de algunos lobbies de la hostelería y el ocio nocturno. Pero ¿qué peso económico tienen estas actividades para el conjunto de la economía?, ¿qué hemos dejado de hacer como sociedad para acelerar su abertura? Y, sobre todo, ¿qué impacto ha tenido esta priorización en el comportamiento social? Esta última pregunta es la que me parece más relevante y la menos respondida.

Estamos en medio de una pandemia, va para largo. Debe ser posible pensar otra forma de ocio y sociabilidad. Utilizar intensivamente el aire libre. Fomentar actividades que puedan realizarse con mascarilla. Reinventar iniciativas donde incorporar la distancia social. Estar con amigos y familiares buscando otras formas de mostrar afecto. En la desescalada han tenido un papel importante médicas y estadísticos, economistas y juristas. Quizá ahora echamos en falta no haber tenido en cuenta las ciencias sociales para fomentar comportamientos sociales que ayuden a combatir la pandemia. Sociólogos, antropólogas, psicólogos sociales o politólogas podrían ayudar a construir otro ocio posible (y necesario) a partir de la comprensión de las peculiaridades de nuestra forma de entender la vida en sociedad. Porque negar el ocio no es la vía. Hacer como siempre, tampoco.