Que se reduzca el desempleo y aumente el número de cotizantes a la Seguridad Social nunca pueden ser malas noticias en una economía que experimenta desde hace ya demasiados años una de las tasas de paro más altas de la Unión Europea.
Sin embargo, los datos con los que se ha cerrado el mes de diciembre en términos de afiliación a la Seguridad Social no dejan de ocultar realidades preocupantes que deberían alejarnos de su lectura complaciente y animarnos a sondear críticamente su anverso con el ánimo de identificar tendencias de fondo que pudieran generar más problemas a futuro de los que aparentemente ayudan a resolver a presente.
Aunque solo sea en su dimensión cuantitativa hay dos notas que hay que señalar.
La primera es que estos datos confirman la ralentización del ritmo de reducción del desempleo registrado con respecto a años precedentes. Así, en 2017 el desempleo cayó en casi 100 mil personas menos que en 2016 a pesar de que en el tercer trimestre las tasas de crecimiento del PIB fueron similares (3,1% en 2017 frente al 3,2% en 2016) y de que el de 2017 fuera el mejor dato interanual de creación de empleo de la serie histórica, en términos homogéneos. Esto es síntoma evidente de que la ralentización de la dinámica de crecimiento de la economía española empieza a impactar sobre el empleo de forma directa.
Y la segunda nota está relacionada con el volumen de contratos que hubo que realizar para consolidar esa creación de empleo: más de 21,5 millones de contratos, de los cuales casi 19,5 millones fueron temporales -esto es, casi el 90%-, y el resto fueron indefinidos. Esto significa, expresado en otros términos, que en la economía española hay que firmar 74 contratos para consolidar un empleo en términos netos.
Pero es que, además, a pesar de que se firmaron 1.929.250 contratos indefinidos, el número de afiliados con contrato indefinido apenas aumentó en 300 mil personas en el año. O, dicho de otra forma, que para consolidar cada afiliado con contrato indefinido fue necesario firmar casi 7 contratos indefinidos.De estos datos de contratación se derivan una serie de consideraciones cualitativas que deberían hacernos repensar las categorías con las que analizamos nuestro mercado de trabajo y sus implicaciones no solo económicas sino especialmente sociales.
Y es que, por un lado, la contratación indefinida, que el Ministerio hábilmente trató de destacar como el principal dato en positivo dado que era la mayor de la última década, oculta realidades que desmitifican su identificación con la estabilidad en el empleo que se le supone y, consecuentemente, con el desarrollo de proyectos de vida dignos. En primer lugar, porque más contratos indefinidos no significan, proporcionalmente, más empleo indefinido a tiempo completo debido a que se categorizan como tales los indefinidos a tiempo parcial o los fijos discontinuos.
En segundo lugar, porque la caracterización de los trabajadores con contratos indefinidos como la de un colectivo sobreprotegido frente al de los temporales ha ido dejando de tener sentido porque oculta realidades tan precarias como las que se dan entre estos; amén de que la reducción de las indemnizaciones por despido de la última reforma laboral unida a la elevada rotación, tal como pone de manifiesto el que solo uno de cada casi siete contratos indefinidos se acabe consolidando, también induce a su progresiva asimilación en términos prácticos.
En tercer lugar, porque firmar más de 21,5 millones de contratos en un año son muchos contratos para tan solo incrementar la afiliación en poco más de 600 mil personas o para reducir el desempleo en algo más de 290 mil personas.
La principal lectura que cabe hacer de estos datos es, esencialmente, que la temporalidad del mercado de trabajo español trasciende la estacionalidad de nuestra estructura productiva, la desborda y se convierte en un rasgo estructural de la economía española. Si, como es el caso, otras economías que tienen estructuras productivas similares tienen tasas de temporalidad mucho más reducidas habrá que buscar las razones de la hipertrofia de la temporalidad española en factores distintos a los de nuestra estructura productiva (sin que quepa disculpar a ésta de parte de responsabilidad sobre dicha temporalidad). Se impone, entonces, buscar explicaciones, por ejemplo, en el ámbito de la cultura empresarial y la utilización fraudulenta de la contratación temporal para cubrir actividades de naturaleza fija y que, por lo tanto, deberían ser cubiertas por trabajadores con contratos indefinidos.
Y, en cuarto lugar, aunque la temporalidad haya sido siempre muy elevada, hasta el punto de que éste puede considerarse un rasgo persistente de nuestro mercado de trabajo, nunca como hasta ahora había venido de la mano de la precariedad en dimensiones distintas a la mera rotación temporal. Sin embargo, ahora el incremento de la temporalidad ha venido de la mano de una caída del salario medio en 2016, de la constatación de que España es el país de la UE en el que menos crecen los salarios, del incremento del porcentaje de trabajadores pobres y de la consolidación de la desigualdad.
La resultante es que temporalidad y precariedad comienzan a identificarse y constituir una limitante de fondo tanto a nivel económico, por su repercusión sobre la demanda interna, como a nivel social, por las disfunciones que introduce en una sociedad sustentada sobre el empleo como principal vector de inclusión social. Si a ello se le une que la alta rotación que se produce en el mercado de trabajo impide consolidar derechos al salir temporal o definitivamente nos encontramos con un mercado de trabajo con una alta flexibilidad de entrada y salida pero, al mismo tiempo, con una estructura de derechos vinculados al trabajo que elimina de forma casi automática los mecanismos de protección y seguridad reconocidos para las situaciones de desempleo o impacta dramáticamente sobre las futuras pensiones de esos trabajadores.
En definitiva, estamos ante un modelo en el que la precariedad extiende sus largos tentáculos más allá del mercado de trabajo y afecta a la propia estructura social, a los modos de organizarnos como sociedad y la capacidad para poder planificar (o no) nuestros propios proyectos vitales. Frente a este escenario no cabe la autocomplacencia y sí el análisis de las tendencias para comenzar a revertirlas. No podemos resignarnos a que crecimiento y precariedad sean términos de un binomio indisoluble a futuro sino expresiones antitéticas en el marco de un patrón productivo generador de bienestar en sentido amplio para todos.