No, yo no sé qué pasó con los GAL; no lo sé a ciencia cierta en su integridad. Ya sé que no todo puede saberse por completo y que, en cualquier terreno, lo que la realidad nos muestra solo es una parte de lo que realmente se ha producido. Pero lo cierto es que las personas tenemos esa costumbre tan particular de querer conocer no solo el futuro, sino también el pasado. Y ello por motivos diversos, uno de los cuales es, desde luego, el de responder a las vulneraciones de las normas de convivencia que cada sociedad se ha dado.
Miren, nací y vivo en Tolosa (Gipuzkoa). En este mismo pueblo nacieron y habían vivido casi toda su vida José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala, secuestrados, torturados, asesinados y sepultados en cal viva, horrendos delitos por los que fueron condenados el general Rodríguez Galindo y Julen Elgorriaga –entonces gobernador civil de Gipuzkoa–, en lo que fueron los primeros crímenes de los GAL. En este mismo pueblo había nacido también Juan Carlos García Goena, asesinado en Hendaia en crimen no reivindicado, pero que sería el último de una serie que comenzó con los de Lasa y Zabala.
Y así, varios otros tremendos delitos, de los que el mayor de todos habría sido el de decidir crear, financiar, sostener y proteger este grupo criminal y en el que participaron, según sentencias firmes, los entonces ministro del Interior José Barrionuevo y secretario de Estado de Seguridad Rafael Vera, a quienes el entonces presidente del Gobierno Felipe González despedía con abrazos a su entrada en la prisión de Guadalajara en 1995.
No fueron los citados los únicos condenados, pero sí los más relevantes, en mi opinión, desde el punto de vista de las responsabilidades políticas.
Sabemos cosas, desde luego. Las sabemos fundamentalmente gracias al trabajo serio y esforzado de algunos medios de comunicación y periodistas y agentes políticos –entre otros, Juan Mari Jauregi, luego asesinado por ETA– y policías que se dejaron la piel en ello y que contribuyeron a que la justicia hiciera su trabajo –o parte de él–.
Pero no lo sabemos todo, no. Podemos intuirlo o presumirlo, o creer determinadas cosas en nuestro fuero interno, pero ese no es el saber colectivo ni político al que tenemos derecho. Porque, además de esa intuición o presunción acerca de lo ocurrido, también dudamos, más que fundadamente, que el propio Estado hubiera puesto realmente todos los medios para investigar aquella trama. Y aún siguen los obstáculos al mantenerse clasificados muchos documentos que podrían resultar muy relevantes.
Ahora vuelve a surgir la sospecha con esos papeles de la CIA, según los cuales el presidente González habría creado un entramado de terrorismo de Estado para luchar contra ETA fuera de la ley. Papeles cuyo contenido ni cuyas fuentes conozco, pero que revelan la existencia de datos que habrían podido permitir en su día ir más allá al desvelar la verdad de lo sucedido.
No tengo duda de que un factor clave para medir el progreso humano y social es el de la respuesta de la sociedad a las infracciones cometidas por sus miembros a las normas que en el grupo rigen. Y que esa respuesta no debería vulnerar derechos básicos, así como que es un derecho humano tener un juicio justo y derecho efectivo a la defensa. Juicio justo que tuvieron los condenados antes mencionados, pero no los secuestrados y/o asesinados por ellos. Y, si el Estado participa en tales crímenes, lo cierto es que está aplicando sin juicio penas no previstas ni admitidas –pena de muerte–, en lo que es, además, un tremendo ejemplo de hipocresía política de primer grado.
Y cuando los derechos humanos se vulneran por el Estado se produce, además, un perverso efecto de deslegitimación del Estado de derecho, primer llamado a cumplir las propias normas, a garantizar y defender los derechos de la ciudadanía y a facilitar el camino de averiguación y, en su caso, enjuiciamiento y sanción de cualquier hecho delictivo. En este sentido el terrorismo de Estado y la tortura son elementos profundamente deslegitimadores, pues significan el rechazo a las normas y a los procesos judiciales y la aceptación, en este concreto caso, de la pena de muerte en ejecución sumaria sin defensa alguna. Además, consagra la arbitrariedad más absoluta, pues supone la aplicación de decisiones no basadas en norma alguna ni en finalidad legítima, pues por esta vía se admite el uso de la fuerza y la venganza fuera del único marco en que deben ser aceptables.
Y, desde luego, el terrorismo de Estado transmite a la ciudadanía también otras dos ideas tan falsas como peligrosas: de un lado, la de que el Estado de derecho carece de medios o mecanismos para luchar eficazmente contra determinados fenómenos delictivos –el terrorismo, el narcotráfico en otros lugares…–, lo que termina por deslegitimar la democracia misma al revelar la ineficacia e irrelevancia de las instituciones representativas; de otro lado, la de que el Estado no puede tener límites –ni siquiera los derechos humanos más básicos– en la lucha contra estos fenómenos.
Y, cometidos desde y por el Estado estos crímenes, resulta otra dramática consecuencia, la de su impunidad, dadas las evidentes dificultades y trabas puestas para su investigación y conocimiento.
Todo esto es lo que se pretende poner negro sobre blanco: lo que sucedió, quién lo decidió, quién lo apoyó y quién facilitó su ocultación.
Las dificultades para su investigación judicial son ya, en 2020, obvias. Para la investigación y el análisis político y el cabal conocimiento ciudadano no debiera haber obstáculo ninguno. Que el PSOE y otros cierren también esta puerta era algo esperado; que Unidas Podemos por boca de su portavoz parlamentario, el señor Echenique, se hubiera sumado, siquiera unas horas, a tal vergüenza es algo inexplicable y desalentador. Porque no es cierto que lo sepamos todo y porque la ciudadanía tiene derecho a ello. Y lo que es más importante, las víctimas de estos delitos, como todas las demás, tienen derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación.