Lo ocurrido la semana pasada en la Opel de Figueruelas no ha generado debate público alguno. Prácticamente ha pasado desapercibido. Y, sin embargo que los trabajadores acepten en referéndum que se recorte casi un 20 % el coste de su trabajo a cambio de que la multinacional PSA no cierre la planta es un hecho terrible. Y si se recuerda que algo parecido pasó hace poco en la Citroën de Vigo y antes en la Fasa-Renault de Valladolid y Palencia y en la Seat de Martorell es para echarse a temblar. Porque sugiere que todo el sector del automóvil, la joya de la corona de nuestra industria, tiene el futuro dramáticamente comprometido. Y Rajoy sigue diciendo que la economía va bien.
Se desconoce cuánto ha puesto encima de la mesa el gobierno de Aragón –y el de España- para que PSA no se marcha de Figueruelas. No será poco. Como no lo fue en los casos citados anteriormente. Y en otros similares. Un país que no tiene grandes empresas industriales propias ni tecnología, y que lleva décadas sin hacer nada por tenerlas, tiene que aceptar la sumisión de pagar a las multinacionales lo que pidan y encima presentarlo como un triunfo. Eso es lo que hizo Rajoy cuando los franceses de Renault impusieron su chantaje para no abandonar sus plantas de Castilla-León. Y nadie le dijo nada. Probablemente porque habrían hecho lo mismo si hubieron estado ellos en el gobierno.
El fatalismo con que los dirigentes políticos españoles, particularmente los del PP, contemplan la desastrosa dinámica de nuestra industria es seguramente uno de los más claros indicadores de sus graves limitaciones. No hacen nada porque no saben qué hacer, o porque no se atreven o porque creen que ellos no están en el machito para cambiar la marcha de las cosas, sino solo para “gestionar”, es decir, para dejarse llevar. Y asisten impertérritos al hundimiento de lo que queda de nuestra industria, limitándose a tapar huecos o a poner un dinero que no va a resolver el problema sino solo aplazarlo un tiempo.
La industria española se hundió con la crisis. Perdió más de un 30 % de su producción en la etapa Zapatero. Y sigue un 14 % por debajo de su nivel de 2008, mientras que el conjunto de la industria europea ya ha recuperado sus niveles de producción de aquel año. La industria que fabrica bienes de consumo no duraderos –alimentación, bebidas, textil, limpieza, farmacia, tabaco- se ha rehecho al hilo del crecimiento del consumo. Pero la industria de bienes de equipo duraderos, la que fabrica vehículos, productos electrónicos, muebles y aparatos del hogar y que tiene un impacto más importante que la anterior sobre el conjunto de la actividad y el empleo industriales, sigue produciendo el 50 % menos que antes de la crisis. Y en ninguna tertulia sale esta cifra espantosa.
A diferencia de lo que está ocurriendo en el resto de Europa, el gobierno del PP ha tirado la toalla ante al reto de construir una estructura económica sólida para superar la crisis. Y los grandes empresarios han seguido ese camino de desidia. Y no digamos los bancos, que serían una pieza fundamental en cualquier proyecto de política industrial. Prefieren ganar dinero fácil, el que se obtiene en el mercado financiero o el de la vivienda, con la especulación. O con sus apaños con el gobierno para obtener rentas que, véase las eléctricas, no tendrían cabida en ningún país normal.
“No arriesgar”, es el lema de Rajoy. Y quienes deberían hacerlo en el terreno de la economía lo siguen al dedillo. En España sólo unas cuantas pymes arriesgan su capital en hacer algo nuevo. Las empresas españolas invierten en investigación y desarrollo (I+D) la mitad que la media europea. Y la mitad de esa inversión corre a cargo de pymes. España invierte en I+D un 10 % menos que en 2009 mientras que en el conjunto de Europa ese indicador ha crecido un 27,4%.
Sin inversión –la pública estuvo en 2017 en su nivel más bajo en 50 años-no hay mejora tecnológica en las empresas ni formación especializada de sus trabajadores. Y en un mercado globalizado como es el actual eso se paga. El tan cacareado éxito exportador español tiene un lado tan oscuro como el de que sólo el 5 % de lo que se exporta son productos de alto valor añadido, lo cual nos coloca a la cola de Europa, en donde ese indicador es como poco tres veces superior en los países punteros.
Aquí se exporta a base de abaratar el precio de venta, es decir los costes de producción y, por tanto, los salarios. Y no de mejorar la productividad industrial, que está un 34 % por debajo de la de la de los 15 miembros con que la UE contaba antes de su ampliación al este.
Sí el crecimiento del sector turístico está muy bien. Da empleo –aunque mal pagado- y sostiene varias economías regionales. ¿Pero qué pasará el día en el que, por lo que sea, las fabulosas cifras de visitantes que se han registrado en los últimos años empiecen a caer, por lo menos tanto como han subido desde 2013?
Lo ocurrido la pasada semana en Opel debería haber desatado la alarma sobre la gravedad de la situación del sector industrial español y su impacto en el conjunto de la economía. No ha ocurrido. Aragón, que depende de Figueruelas, ha respirado tranquilo. ¿Pero cuánto va a durar la alegría?