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Del Open Arms al Ocean Viking y mucho más allá

Varios rescatados del Open Arms, momentos antes de desembarcar en Lampedusa.

Jesús A. Núñez

El espectáculo ha sido tan deplorable que el momentáneo alivio por la noticia del desembarco de los desesperados que todavía quedaban en el Open Arms no alcanza para suavizar el bochorno y pensar que a partir de aquí las cosas van a ser diferentes. Aunque en realidad, tras años de acumular tantos episodios con fuerte carga teatral por parte de diferentes responsables políticos de los todavía veintiocho (¿cuántos “nunca más” llevamos contabilizados?), tampoco deberíamos asombrarnos por lo visto en estos 19 días.

Cualquier análisis sobre lo que los países miembros de la Unión Europea (UE) hacen en este terreno debe entender que la política migratoria sigue siendo un asunto nacional -sometido, por tanto, a los vaivenes electoralistas de la política local- y que, en términos comunitarios, las bases principales se acordaron ya en Tampere en 1999, fijando como objetivos prioritarios garantizar el control de las fronteras propias y reducir (cabría añadir “por cualquier medio”) los flujos de desesperados que llaman a las puertas. Y es en función de ese mantra como se entiende tanto el cada vez más visible sesgo securitario de sus respuestas, como el aumento de las competencias y recursos de Frontex, la asistencia técnica a los servicios policiales de nuestros vecinos para que, a su manera, filtren a quienes se dirijan hacia la UE o la presión para que readmitan a los que ya han entrado en el supuesto paraíso europeo. Por el camino se ha perdido no solo el respeto escrupuloso de la ley internacional, sino la atención a las normas éticas más básicas que se le presuponen a cualquier ser humano.

De ahí deriva la increíble declaración de Turquía como país seguro en 2016 para, a continuación, transferirle 6.000 millones de euros como pago por sus servicios para “librarnos” de los sirios, iraquíes y afganos que pretendían llegar a suelo comunitario. Y lo mismo cabe decir sobre lo acordado con algunos gobiernos sahelianos y Marruecos, hasta llegar a Libia, marcando el culmen de una práctica que se traduce en la financiación directa a milicias y mafias que trafican con personas, en un ejemplo brutal de la incoherencia y la cortedad de miras con las que los veintiocho actúan.

Es, obviamente, un modelo que no solo niega los valores y principios que la UE dice defender y promover, sino que hace aguas por todas partes, aunque solo sea porque a la desesperación y a la aspiración a una vida digna no las pueden nunca frenar vallas, despliegues policiales o cheques más o menos imponentes. Por eso, cuando a pesar de todas esas medidas se producen tragedias como la del Open Arms, cabría esperar que el más ramplón pragmatismo llevara a los veintiocho a empeñarse en resolver lo que consideran un mero “efecto colateral” de la manera más rápida y opaca que pudieran. Los temerosos gobiernos podrían calcular que así evitarían muchas críticas, procurando escapar al escrutinio público y considerando que, a fin de cuentas, un goteo de ese nivel sería fácilmente asumible en el contexto de más de 500 millones de privilegiados habitantes comunitarios.

Pero es bien evidente que ni siquiera ese cínico cálculo ha evitado hasta ahora una incesante repetición de un penoso espectáculo que sería esperpéntico si no fuera trágico. Así, atenazados por un pánico mortal a que cualquier medida coherente con nuestros valores éticos, la ley internacional y el respeto a los derechos humanos se convierta en munición para engrosar el atractivo de los grupos populistas y xenófobos que se multiplican por doquier, nuestros gobernantes entran en una secuencia infernal. Una secuencia de la que Salvini, favorito en las encuestas, sirve como modelo entre muchos, incluso atreviéndose a hacer ostentación de un catolicismo que, inexplicablemente, no ha merecido ni un solo comentario del Vaticano. Una secuencia en la que los desesperados acaban siendo apenas una pelota que se lanzan unos a otros, con acusaciones que de inmediato alcanzan también a las ONG que hacen lo que deberían hacer los gobiernos y que ponen a prueba la capacidad de aguante de todos hasta que, en el mejor de los casos, algún órgano judicial desbloquee momentáneamente el entuerto que todos han creado. Y así seguimos, contando muertos y a la espera de la siguiente crisis.

Aun asumiendo que el libre movimiento de personas queda hoy fuera de una agenda realista, está claro que hay margen para salirse del marco represivo en el que actualmente están empeñados los veintiocho. Para ello es necesario, entre otras cosas, empezar por asumir los flujos de población como un fenómeno (no una amenaza) e interiorizar nuestra corresponsabilidad histórica y actual en la creación de un panorama que condena a millones de personas a la miseria. Y a partir de ahí, para una UE que sigue siendo un ámbito privilegiado de libertad, seguridad y bienestar, lo que sigue, aunque solo sea por puro egoísmo inteligente, es pasar a la acción entendiendo que nuestra seguridad y nuestro desarrollo dependen muy directamente de la seguridad y el desarrollo de nuestros vecinos.

Y si el fracaso del modelo vigente no nos impulsa a salir de donde estamos, bastaría con recordar que en treinta años la UE será un territorio aún más envejecido, mientras la población africana habrá pasado de los 1.200 millones actuales al doble. ¿Seguimos subiendo la altura de las vallas y acusando a las ONG de traficantes de personas y de estimular el efecto llamada?

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