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Pablo Iglesias o el nuevo Lerroux

Nuria Alabao / Emmanuel Rodríguez

Lo peor de la política institucional es que es una política de gestos: quien se abraza con quién, si se aparece o no en la foto… Es un reflejo de la inevitable teatralidad y la competencia infinita que corresponde con la política partidaria: tú voto puede ser el mío, si desplazo aquí mi discurso me como el de aquel, etc. Quizás no sea lo peor y se nos ocurran miserias mucho más graves, pero es el trasfondo.

“A mí no me veréis dándome un abrazo con Rajoy ni con Mas”. Lo dijo Pablo Iglesias el pasado domingo en Barcelona en referencia al abrazo del líder de las CUP, David Fernández, a Artur Mas durante el 9N. ¿Un “golpe bajo”, una “bofetada”?  Las redes sociales se escandalizaron durante las horas que siguieron a las palabras de Pablo. ¿Cómo es posible que se critique a la cara más visible contra la corrupción en Cataluña? Lo cierto, no obstante, es que de esta colleja verbal se pueden extraer algunas conclusiones que van más allá del gesto:

Lo del abrazo fue una respuesta al órdago de la carta de las CUP en la que el partido catalán saludaba la visita de Pablo “als Països Catalans” como al líder de un país extranjero. Y cómo tal se le pedía que se manifestase a favor de un proceso constituyente catalán independientemente de lo que suceda en España. La respuesta de Pablo podría haberse quedado en las imágenes del polideportivo de la Vall d'Ebron totalmente desbordado o a las encuestas que sitúan a Podemos como la primera fuerza en las estatales en Cataluña y la tercera o segunda en las autonómicas en intención de voto –tres, cuatro o cinco veces mayor que las CUP–.

Pero lo cierto es que Pablo –collejas aparte– no hablaba para el público de las CUP, no hablaba para los segmentos activistas, ni para el independentismo de izquierdas, ni para ningún sector de lo que podríamos llamar la “sociedad civil catalana”, sino para otro mucho más grande y hasta hace poco invisibilizado. Lo dijo en clave de identificación: “Yo soy de Vallecas, y cuando voy a l'Hospitalet o Cornellá me siento como en casa”.  De repente el olvidado cinturón rojo de Barcelona ha cobrado fuerza política, y como ha ocurrido otras veces, lo ha hecho del lado de un político con pocas raíces locales, pero que hablaba sencillamente de lo que importa.

A Pablo le han comparado mucho estos días con Lerroux. El “lerrouxismo” en Cataluña es un insulto con el que se nombra toda forma presunta o real de populismo anticatalán y criptoespañol con buena acogida entre las clases populares. El ejemplo se toma de los primeros años del siglo XX, cuando bajo el nombre de Lerroux se organizó el primer partido obrero de Barcelona, el primero opuesto al catalanismo conservador de la Lliga. Hay otros términos parecidos y todos en las misma línea: anselmolorencismo, faísmo... Las élites catalanas han tenido siempre una extraordinaria capacidad para convertir a sus enemigos en enemigos de todos, en enemigos de Catalunya.

¿Pero acaso no es la historia de este sector olvidado la parte que explica el resto? Durante los años setenta, el antifranquismo de las clases medias vibraba con el cinturón rojo de Barcelona. No le quedaba más remedio. Entonces era una verdad evidente: el fin de la dictadura vendría de las movilizaciones obreras. Así fue en las huelgas generales del Baix Llobregat, de Sabadell, que se sumaron a las de Vitoria, Madrid, y otros tantos lugares que en el invierno de 1976 hicieron inviable la continuidad del franquismo sin Franco. En 1979, tras las primeras elecciones municipales, Cornellá, Sabadell, Rubí, el Prat de Llobregat, Santa Coloma y hasta una treintena de ciudades obreras tuvieron un alcalde comunista.

Pero en 1980, un partido no muy significativo, que hasta entonces no había superado el 18% de los votos, CiU, lograba la mayoría en las primeras elecciones autonómicas. Lo hacía con innumerables apoyos, de la patronal, de las élites catalanas, de España –incluso Fraga decidió no presentarse a  estas elecciones para no dividir el voto de la derecha–. Su mérito: haber evitado el primer gobierno social-comunista del Estado español. Ganó hablando como la verdadera “gent de casa”. Su victoria, que a la izquierda le pareció temporal y precaria, se repitió durante los siguientes 24 años.

Durante ese largo periodo –el del régimen catalán– el cinturón rojo de la metrópoli barcelonesa sencillamente desapareció de la política local, quedando como reserva de votos del PSC, los herederos del PSUC y de un creciente abstencionismo. La fuerza de Pablo el domingo residió en señalar una obviedad: “No tienen más patria que su dinero”. Pero para decir esta obviedad hay que dar un triple salto mortal en Catalunya que consiste en reconocer que las posibilidades de ruptura no están en el estrecho marco de la “sociedad civil catalana”, sino fuera, entre los excluidos de la misma.

Más allá de si el abrazo fue un pequeño desliz involuntario o un error estratégico grave, lo que se puede leer detrás del gesto es que en Catalunya se ha generado un espacio simbólico donde ese abrazo, no sólo es posible, sino que hasta se ve como algo “natural”. Las CUP han contribuido a generar ese espacio y ello conlleva alguna responsabilidad. Quizás el domingo Pablo no haya abierto algo políticamente nuevo en Catalunya, por desgracia los barrios siguen hoy tan desorganizados como antes del nacimiento de Podemos. Lo que sí parece seguro es que este nuevo partido ha mostrado a la izquierda catalana su incapacidad para dirigirse y organizar a aquel sector que de forma natural debía representar.

Se pueden criticar muchas cosas de Podemos: su estrategia gobernista, su excesiva dependencia de los media, su renuncia a la organización. En todo ello, las CUP le llevan la ventaja de la democracia y de una organización asamblearia. Ojalá estas o cualquier otra nueva formación de la izquierda catalana pudieran demostrar también, que son capaces, como Podemos, de localizar todas las brechas de ruptura allá donde las haya.

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