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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Pactos de La Moncloa: un debate necesario

De nuevo tenemos en marcha uno de esos debates que tanto gustan, planteados sobre ideas difusas y respuestas binarias. Pactos de la Moncloa bis, un significante vacío, al menos de momento, muy propicio al alineamiento en dos bloques, el del sí y el del no.

Si este debate va a ocupar la agenda política y llenar un tiempo de nuestro confinamiento no estaría de más que para comenzar nos pongamos de acuerdo en qué fueron los Pactos de La Moncloa de 1977. Aunque solo sea para saber qué se nos propone si es que se propone algo.

Las aproximaciones a este momento de nuestra historia siempre me han parecido un tanto simplistas, como todo lo que afecta a la Transición. Se mueven entre la mitificación apologética y la descalificación ucrónica. Si queremos que esa referencia histórica nos sea útil, necesitamos un análisis con más complejidad, como el que ya ha emergido en relación a la Constitución de 1978.

De entrada convendría recordar que los pactos fueron dos y complementarios. Uno, del que más se habla, tuvo como objetivo la estabilización económica de un país castigado por una crisis económica mundial, una reconversión industrial –especialmente del textil y otros sectores manufactureros-, un desempleo galopante que llegó a alcanzar el 25%, una devaluación de la peseta del 25%, unos tipos de interés entre el 10 y el 20% y una inflación del 26,5%. Este pacto incidió directamente en la negociación de salarios, que pasó de tener como referencia la inflación pasada a las previsiones de inflación futura, lo que comportó una pérdida nominal del poder adquisitivo de los salarios, aunque no en todos los sectores porque, como siempre, fue determinante el poder sindical en cada lugar.

Ese pacto no solo contenía elementos de estabilización económica, también sentó las bases del Estado social de la Constitución de 1978. Puso en marcha un sistema de protección al desempleo: el INEM es de noviembre de 1978 y la Ley de Empleo, que amplió la cobertura e intensidad de la protección de los parados, de 1980.

Se dibujó el actual sistema de Seguridad Social que vería la luz en abril de 1978 con el tránsito de un modelo mutualista, desigual y balcanizado a otro de cobertura universal, caja solidaria y voluntad armonizadora. En 1977 el gasto en pensiones no llegaba al 4% del PIB frente al 12% actual.

Se acordaron los cimientos de un sistema fiscal que hasta entonces era prácticamente inexistente – un 12% del PIB sin computar cotizaciones sociales ni tributos locales en un contexto en que la media europea era del 40%. Se articularon nuevas figuras tributarias, como el IRPF – hasta entonces el IRTP solo gravaba las rentas del trabajo personal.

Incluso en urbanismo y vivienda se establecen unos principios que hoy parecerían revolucionarios. Así, se afirma que las plusvalías obtenidas del suelo urbano deben de ser mayoritariamente en favor de la colectividad.

Por supuesto y como sucede con todos los pactos, su desarrollo fue desigual y tuvo mucho que ver con la correlación de fuerzas, que en los próximos años estaría muy condicionada por el agravamiento de la crisis, el elevado desempleo y un contexto global marcado por la revolución conservadora de Thatcher (1979) y Reagan (1981).

El segundo Pacto, del que se habla menos pero que fue determinante para consolidar la Transición, reforzó la libertad de expresión y específicamente la de prensa, amplió el derecho de reunión y manifestación y consolidó el de asociación política. Recordemos que las elecciones de Junio de 1977 se celebraron bajo el paraguas de la ley franquista de Reforma Política de 1976 y que la Transición no estaba ni consolidada ni garantizada.

Desde una perspectiva de género no deberíamos obviar que los Pactos de La Moncloa acordaron despenalizar el adulterio de la mujer y el amancebamiento -solo si era en casa propia- del varón, así como la legalización de los anticonceptivos. Puede parecer muy lejano, pero fue solo hace 40 años.

¿Que hay en común y qué de diferente entre 1977 y 2020? En común aparecen unos retos inmensos que no se pueden abordar solo desde la política institucional, que sobrepasan la capacidad de cualquier mayoría parlamentaria y requieren de amplios acuerdos políticos y sociales. También la confluencia de diversas crisis, económica, social y política. El agotamiento del marco institucional es otro rasgo compartido – con las distancias abismales entre lo que es el tránsito de la dictadura a la democracia y los derivados del desgaste del pacto constitucional de 1978.

Hay grandes diferencias en el terreno de los actores políticos y sociales. En 1977 el consenso para construir un nuevo espacio de convivencia era bastante amplio, lo que no excluía oposiciones duras – la de la Alianza Popular de Fraga- reticencias –la de la CEOE- y jugadas partidistas por la configuración del mapa electoral. Haríamos bien en no beatificar la bondad de los líderes políticos de entonces contraponiéndolas a los actuales, aunque es cierto que la actitud del PP de Pablo Casado se parece más a la de Fraga que a la de Suárez, pero con mucho más peso político; y la extrema derecha de Aznar y Vox, ahora la tercera fuerza política, entonces tenía presencia social pero no parlamentaria. También que hoy en la política tiene mucho peso un tacticismo insomne y la destrucción del adversario.

Sin olvidar el conflicto territorial, terreno en el que las diferencias son abismales. Mientras en otoño de 1977 los vientos era favorables a un acuerdo -un mes antes de la firma de los Pactos de La Moncloa se había aprobado el restablecimiento de la Generalitat de Catalunya, factor determinante para la construcción del Estado de la Autonomías- en la primavera del 2020 solo se atisba un pequeño sendero embarrado de obstáculos para salir del empantanamiento. Y eso aún lo complica más.

Quizás la diferencia más relevante es que las crisis actuales, económica, social y política tienen una dimensión global, aunque tengan sus características locales, y una parte importante de los instrumentos necesarios para afrontarlas son de dimensión supranacional y especialmente europea.

Para decidir la oportunidad o no de nuevos pactos lo que me parece más determinante es que hoy, al igual que en 1977, la sociedad española tiene ante sí un conjunto de retos que ya existían antes pero que el coronavirus ha agravado, y que no tienen solución si no es en el marco de amplios acuerdos sociales y políticos. Un modelo productivo muy dependiente de sectores muy frágiles; la necesidad de un modelo de competencia empresarial que no gire sobre la precariedad; la imprescindible transición ecológica y energética y el reparto de los costes de esta transición; la sostenibilidad económica y social de la Seguridad Social; un sistema de protección social que aborde viejas y nuevas desigualdades sociales; la potenciación de un Sistema Nacional de Salud público que se ha reivindicado y ganado el derecho a no ser maltratado; un pacto sobre el sistema educativo al que el coronavirus ha realzado en su función de equilibrador social. Y en el fondo de todos ellos, un aumento brutal de las desigualdades sociales y un Estado con una fiscalidad débil por insuficiente y desigualitaria, que no puede continuar usando el endeudamiento como alternativa a su debilidad.

Parece evidente que son retos que nadie puede abordar en solitario y que no tienen respuestas unívocas porque las discrepancias políticas e ideológicas son muchas. Aunque no deberíamos menospreciar que esta crisis ha reducido estas distancias y generado ciertos consensos sociales que deberían plasmarse ahora en políticas. Que lo público ha de jugar un mayor protagonismo lo destaca hasta el Financial Times y que los bienes comunes no pueden dejarse a la mano “equilibradora e invisible” del mercado nos lo ha demostrado la Covid-19.

Estos acuerdos pueden parecer misión imposible, pero no deberíamos pasar por alto algunos elementos de contexto que los pueden propiciar. Desde sectores defensores a ultranza del liberalismo económico se plantea la necesidad de reformas para reducir las desigualdades sociales. Incluso personas como Luis de Guindos o el ministro Escrivá proponen –aunque con diferentes nombres- la creación con carácter estructural de un “Ingreso Mínimo Vital”. También lo hace la patronal Fomento del Trabajo. Tampoco debe obviarse que lo que algunos llaman despectivamente la “izquierda radical” forma parte del Gobierno.

Estos pactos requieren de un viento de cola global que los impulse, aunque aún no sabemos hacia dónde se van a dirigir las turbulencias provocadas por el coronavirus. Pero sobre todo requieren de políticas europeas que faciliten la musculatura financiera imprescindible para abordar un reparto justo de los costes en términos sociales y generacionales. Las decisiones del próximo Consejo Europeo son el prólogo de unos posibles Pactos de Estado en nuestro país y del resultado en Bruselas depende la viabilidad en España. Sin una salida europea satisfactoria el escenario de posibles acuerdos se complica, porque sin recursos no hay políticas. La UE es hoy más importante y decisiva que nunca, cosas de la interdependencia.

Necesitamos grandes acuerdos de Estado para afrontar estos retos, pero dudo que presentarlos como unos nuevos Pactos de La Moncloa ayude. Quizás lo primero sería despojar esta propuesta de toda mística, huir de una visión omnicomprensiva y ponerse a trabajar.

Dadas las evidentes dificultades de la política, la sociedad y las fuerzas sociales pueden y deben jugar un papel importante, canalizando los estados emocionales que hoy vemos en la sociedad a favor de determinados valores, en ideas y propuestas concretas.

Es la mejor enseñanza que recibimos del coronavirus y, al mismo tiempo, la gran oportunidad que nos ofrece.