Hay días en que es duro ser Albert Rivera. No muchos, pero está claro que el viernes ha sido uno de ellos. Para ser más exactos, justo después de que se conociera la derrota de Rajoy en la segunda votación de su investidura y, pocos minutos después, cuando los medios de comunicación informaron de la decisión del Gobierno de proporcionar un retiro dorado a José Manuel Soria en el Banco Mundial.
Tan dorado como lo puedan ser 226.000 euros al año. Libres de impuestos. Esto último es un detalle importante para alguien como Soria si recordamos los negocios de sus empresas en paraísos fiscales.
Sólo hace unos días, Rivera creía estar en la cresta de la ola, surfeando este convulso momento político como si estuviera en las playas de California. Al anunciar el acuerdo con el PP, el líder de Ciudadanos no paraba de presumir: “El nuevo centro político arrastra a la vieja izquierda y a la vieja derecha a una etapa de regeneración y reformas”. Y con durísimas medidas anticorrupción, según decía. ¿Para qué, si no, sirve ese concepto tan querido por su partido como es la regeneración?
En el debate del viernes, Rivera introdujo un elemento para levantar su ánimo y el de su partido. El discurso de Rajoy del miércoles ya había sido una notable decepción para ellos, así que había que elevar la presión sobre el PP. Dio por amortizado el pacto con su aliado, cuando el PP estaba buscando la forma de mantenerlo vivo hasta octubre, e hizo algo más: afirmar que está “a la expectativa por si algún candidato del PP tiene una investidura viable”. Uno que no se llame Mariano, supongo.
De inmediato, eso sólo sirvió para que el portavoz parlamentario del PP, Rafael Hernando, le respondiera con una intervención chulesca más propia de los diálogos que se escuchan en un bar a las tres de la madrugada cuando la gente está, ejem, un poco cargada. Tampoco es la primera vez que Hernando se comporta así, lo que demuestra hasta qué punto el PP es sincero en su intento de llegar a acuerdos con otros partidos. Dame tu voto o te partiré las piernas.
Rivera ha cambiado de opinión y estrategia tantas veces que es difícil saber cuáles serán sus próximos pasos. Dejar a un lado de momento a Rajoy puede parecer un gesto osado, pero el resto de su intervención fue un poco lo de siempre: reclamar al PP y PSOE que olviden sus diferencias para armar una especie de triple gran coalición con la que afrontar las reformas que necesita el país.
Cuando salió la noticia de Soria y su traslado al Banco Mundial con el que premiar sus mentiras y dimisión vergonzante, el impacto que podía tener la declaración de Rivera quedó neutralizado. La “etapa de la regeneración” anunciada unos días antes se convirtió en un chiste malo. Mientras muchos decían que España se estaba jugando el futuro y el prestigio internacional en esta investidura, Rajoy y sus secuaces se ocupaban de pagar las deudas pendientes a uno de los suyos, caído en desgracia por un asunto de corrupción que a ellos les parecía un hecho irrelevante.
Era el último día en que los gobiernos podían presentar a sus candidatos para los puestos directivos del Banco Mundial. Habían aguantado la noticia hasta ahora porque tenían que aparentar que estaban a tope con el esfuerzo regenerador de Rivera y su empeño de desbloquear la situación política e impedir las terceras elecciones. Mientras tanto, se ocupaban de sus pequeños negocios sucios.
Al acabar la votación en el Congreso, soltaron la bomba. Rivera se quedó colgado de su traje a medida. Tanto esfuerzo para acabar abrazado a otro chanchullo marca del PP.
Ni siquiera estaba avergonzado, como la vicepresidenta de Castilla y León, Rosa Valdeón, del Partido Popular. Rivera se limitó a escribir que el Gobierno “deberá dar explicaciones” sobre el nombramiento de Soria. Tremenda reacción llena de furia e indignación.
Como un pagafantas, si nos atenemos a la definición que aparece en ese pozo de sabiduría que es el Wikcionario: “Se dice de aquel que actúa para agradar a otro, no atendiendo a su propio beneficio, a la espera de alguna retribución improbable en el futuro. Tonto útil”.
Rivera ha intentado complacer a todo el mundo. A Rajoy, al PP, a las grandes empresas y los editoriales y columnistas de la prensa de Madrid, en especial de El País y El Mundo. Miradme. Yo no soy como ese loco de Iglesias que grita desde la tribuna del Congreso. Soy el estandarte del cambio tranquilo, el que no asusta a los pensionistas y a la “clase media trabajadora” (sic). El promotor de todos los pactos de Estado que puedas imaginar.
Y al final del día, el hombre que quería agradar a todo el mundo se quedó con la mirada perdida. Sabe que más tarde o más temprano le tocará pagar otra vez las fantas. Las fantas de la regeneración.