Ser un niño terrible siempre ha sido buen negocio. Claro, que hay que medir los riesgos; hace falta tener bien calada a la sociedad para saber cuánto puede uno dilatar la frenada antes de tragarse el muro.
Esto, que puede parecer un ejercicio de lo más vulgar, tiene su complejidad y su arte, como todo. No es fácil quedarse en el punto justo de incorrección, en el milímetro escaso de terreno que separa la travesura de la trena.
Hay por ahí quien dice que, cuanto más culta es una sociedad, más se ensanchan sus tragaderas para la disidencia y la provocación. Uno diría, sin embargo, que este país lleva el camino contrario. Que a medida que a la Generación Más Formada De Nuestra Historia le van saliendo patas de gallo, el país en su conjunto se va tornando más y más mojigato. Más mentalmente uniformado. Más predispuesto al escándalo ante cualquier palabra, obra u omisión que no se ajuste estrictamente a la norma.
Piensen en la televisión aquella de los 80 y en ésta de ahora. En aquella prensa y en la actual. En McNamara y en Russian Red. No quiero decir, válgame el cielo, que cualquier tiempo pasado fuese mejor. No lo fue, en casi ningún sentido. No mejor, pero quizá sí más alborotado, más incorrecto, más gritón. Más punky, vaya.
En los últimos meses hemos visto crucifixiones para todos los gustos y sensibilidades. Han recibido escandalizados guantazos públicos periodistas, tuiteros, raperos y, por dos veces, los responsables de comunicación de Desigual.
Cada cual tuvo sus razones para mear fuera del tiesto: desafección política, impulso creativo, share o fama. Algunos desbarraron para intentar transmitir una idea y que así, merced al alboroto, el mensaje llegase a más oídos. Otros solo pretendían vender camisetas.
Buena parte de España clamó a los cielos con igual intensidad contra unos y contra otros. Que cómo puede ser esto. Que a ver si todo va a estar permitido. Que se empieza tolerando estas cosas y se acaba llamado tullidos a las personas con movilidad reducida.
En el fondo de los argumentos de esta gente tan presta a la indignación siempre late un mismo y noble sentimiento: el deseo de vivir en un mundo mejor. Un mundo donde ninguna mujer agujeree los condones mientras menea las caderas, donde la gente no tuitee barbaridades, donde los raperos dediquen sus versos al mar y a las flores con lenguaje inclusivo y pantalones de su talla. Un mundo, en definitiva, donde nadie disienta, ni grite, ni se exprese muy distinto a la mayoría.
Lo único bueno de esa distopía uniformada es que así, a lo mejor, acabábamos definitivamente con el reggaeton.