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Un país sin vacaciones

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Las mañanas de agosto son una cosa tediosa y horrible -serían lúgubres si agosto ocurriese en octubre- en las que miro desde mi ventana a la A-30 e imagino que todos los coches diminutos que atraviesan como un rayo la línea de asfalto van camino a la playa. Bajo la pátina de azul grisáceo del cielo de Murcia solo quedamos yo y una bandada de vencejos, una parvada de patitos cuacones e insolentes, el loco del jardín de San Andrés que recita poesías que se inventa y nadie -menos estos días- le presta la más mínima atención; un par de ambulancias aparcadas frente al centro de salud y, me consta, la señora Josefa, que vive en el tercero de mi bloque y este año no puede darle el sol. Mi barbero no me coge el teléfono y la panadería abre la semana que viene; me llama mi madre para preguntar por mis planes. 

Le digo que no tengo otro plan que el de dejarme el culo plano en una silla de oficina y teclear y teclear y teclear hasta que se me pase el calor o el hambre, lo que ocurra antes. Le digo que no tengo otro plan que esperar a entrar en combustión por este calor de los mil demonios y con un poco de suerte reencarnarme en un iglú o en el abominable hombre de las nieves, porque no tengo días libres para pensar en ir a la playa ni, no nos engañemos, dinero para hacerlo sin sentirme culpable. Me dice que si es que soy imbécil -sí- o algo. Que por qué no le digo nada; que si necesito dinero, que lo diga. Esta semana es, me cuenta, la semana en que los autónomos cogen vacaciones y yo me pregunto por qué no me ha llegado la circular. 

Este es mi tercer verano en el que no hay verano; solo calor. Podría decirse que es mi culpa y que si no tengo mis vacaciones de autónomo es por falta de planificación, y podría ser verdad. Podríamos abrir el melón de por qué tendría que orientar 50 semanas al año para que la número 51 no sea un circo de angustia y lipotimias y pueda pasarla con el culo en remojo en alguna cala pequeñita de la Costa Brava, tocando la guitarra y haciendo todas esas cosas -burguesas, ahora lo entiendo todo- que se hacen en los anuncios de Estrella Damm. No he tenío un verano de verdad desde los catorce años porque cuando no era en la ferretería, era en el IKEA y cuando no, me tocaba hacer socios en la calle para una ONG. La cuestión es que el verano es para mí lo que el invierno para los cítricos y las gramíneas: una movida. 

A estas alturas del año tendría que andar por la cornisa cantábrica buscando osos con mi amigo Ernesto, correteando borracho por el muro de San Lorenzo de Gijón con Víctor o, qué sé yo -quizá sea mucho pedir-, haciendo una sopa de letras en el porche de una casa en la playa. Cuando uno piensa en qué esperar cuando espera el verano, siempre imagina otra cosa. Mi otro plan para estas fechas era coger un avión a Tel Aviv con mi colega Marcel en otro intento por darle sentido a nuestras vidas -hablo por mí- y ver el sol ponerse en el Mediterráneo.

Sin embargo, tengo que quedarme en casa porque tengo que escribir si quiero seguir teniendo casa; porque tengo que estar disponible si hay alguna noticia que dar, información que cubrir o alguien -por supuesto- más importante que yo, que entrevistar. Somos el biodiesel que alimenta el cohete que es la economía española, según el ministro. Yo pongo el Cuerpo por Carlos. Y también lo hacen cientos de miles de chavales -de mi edad pero, sobre todo- más jóvenes que yo, cuya única oportunidad de trabajar es aprovechando que otros dejan de hacerlo; esperan su turno para pillar una interinidad veraniega, una vacante para engrasar la rueda, una litera libre en el campo de concentración. Así son las vacaciones de este país sin vacaciones.