Relativizar la verdad para convertirla en algo equivalente a la opinión es algo muy de nuestro tiempo. Existen grandes defensores de la idea de que hay tantas verdades como personas, como puntos de vista, como creencias. De fondo esgrimen una idea muy sui géneris de la libertad, afirmando que si de veras somos libres, podemos moldear la verdad a nuestro antojo, hasta deformarla. Estoy escribiendo estas líneas con un ordenador, pero según los predicadores de este relativismo podríamos debatir si es realmente un ordenador o si, por el contrario, se trata de una nave espacial. E incluso podríamos concluir que escribo con una nave espacial y no con un ordenador. ¿Por qué no? De hecho podemos considerar que afirmar al cien por cien que esto es un ordenador limita nuestra libertad: que la verdad no limite nuestra libertad, ¡tenemos derecho a la mentira!
Lo objetivo, lo tangible, lo sustentado por datos científicos, por relatos de testigos o por pruebas irrefutables es reducido a mero punto de vista, derretido en el magma de la opinión. De ese modo hay quienes pueden poner en cuestión la ley de la gravedad y reivindicar su libertad para negarla. Están en su derecho. Pero por mucho que insistan, la gravedad existe. Como apuntó la filósofa Simone de Beauvoir, “la verdad es una y el error, múltiple”. También puede que alguien niegue la existencia de los átomos, de los virus, del Holocausto, de la represión franquista, de la crisis climática, de las muertes de personas en el Mediterráneo, de la injusticia social, de las leyes israelíes que discriminan a la población palestina o del deterioro de la sanidad pública. Pero la verdad es tozuda. El ser humano se siente inclinado “a la negación cuando la verdad nos resulta demasiado costosa (emocional, intelectual o económicamente)”, escribió Naomi Klein, consciente de los intereses que se esconden detrás de las mentiras, detrás de las palabras.
Este mecanismo argumentativo es ampliamente abrazado en platós de televisión donde se practica el culto a la idiotez. Lo plasma bien el film No mires arriba (Don´t look up), con un personaje interpretado por la gran Cate Blanchett, que da vida a una presentadora de un programa de televisión en el que se constriñe la palabra hasta tal punto que solo es aceptado un modo de hablar, una plantilla comunicativa en la que no caben los matices, ni la escucha, ni el pensamiento en directo, ni la inteligencia. Es todo un retrato de esos mundos seudoperiodísticos tan en auge que organizan debates para poner en cuestión conocimientos cuya discusión está ya superada, planteando preguntas que ensalzan la ignorancia. En No mires arriba relativizan la existencia de un meteorito y el daño que este puede provocar, reduciendo los conocimientos científicos a meros puntos de vista. En el mundo real, en nuestra cotidianidad, este tipo de “conversaciones” en debates públicos contribuyen notablemente al cuestionamiento de la verdad y de los derechos humanos, convirtiéndolos en algo debatible.
“Somos las palabras que usamos”, sostenía José Saramago, consciente de la importancia del vocabulario. “Las guerras siempre empiezan mucho antes de que se oiga el primer disparo, comienzan con un cambio del vocabulario en los medios”, dijo el reportero polaco KapuÅciÅski. La realidad se moldea a base de definiciones. Se usa la expresión daño colateral en vez de asesinato, se llama flexibilidad al recorte de derechos laborales, gasto a la inversión en servicios públicos, asalto a la huida de personas que huyen de las guerras o liberación a una ocupación militar con bombardeos.
El historiador y autor de Sapiens, Yuval Noah Harari, lo explica así: “El relato en el que creemos configura la sociedad que construimos”. Las palabras construyen, nos construyen y nos llevan a la acción. Y también sufren. “Están hastiadas de la manipulación y de la apropiación por parte de los brutos”, sostiene el escritor Manuel Rivas, quien recuerda a menudo aquella estampa de la Inquisición de Francisco de Goya en la que aparece un hombre torturado y debajo esta leyenda: “Por mover la lengua de otro modo”. Todavía es difícil mover la lengua de otro modo en demasiados lugares, en demasiados espacios.
Es difícil imaginar algo si no es nombrado, entender una realidad si no es relatada, conocer un objeto si no tiene una palabra designada. En esta contemporaneidad tendente a la distopía –en la que cada vez más series y películas de dicho género parecen meras definiciones de nuestra actualidad– necesitamos palabras precisas que nombren escenarios de esperanza, relatos que conciban otros mundos posibles, más humanos, más decentes, porque lo que antes no es imaginado difícilmente puede ser creado.
¿Qué margen de maniobra tiene una sociedad o un dirigente político en un mundo en el que transnacionales y superricos pueden llegar a tener más poder e influencia que un Gobierno? Sin duda hay enormes limitaciones en la capacidad de acción y de gestión, pero siempre se pueden hacer cosas, empezando por el uso de la palabra. Siempre podemos mover la lengua de otro modo, para denunciar, para rebelarnos, para señalar los impedimentos. Existen demasiadas necesidades, retos y amenazas que requieren ser nombrados para buscar soluciones, alternativas, propuestas.
Es posible ensanchar la mirada, visualizar futuros no distópicos para evitar profecías autocumplidas. Incluso en el más desesperanzador de nuestros presentes “siempre nos queda la facultad de negar nuestro consentimiento”, como escribió Primo Levi. En 2022, pase lo que pase, seguiremos disponiendo de la facultad de defender la decencia, de entonar un grito de auxilio, de señalar la injusticia, de nombrar la esperanza, de reivindicar la memoria, de no pervertir las palabras, de preservar la verdad. De proteger el fuego de Prometeo.