En 1986, recién llegado a Beirut, en mi primera visita a la redacción local de Associated Press, me llamó la atención un cartel que proclamaba: “En Oriente Medio lo peor está siempre por venir”. Lo comprobé en los años siguientes, en los que cubrí matanzas libanesas, la guerra Irán-Irak, la primera Intifada palestina y otros espantos. Me permitirán, pues, advertirles de que lo de estos días en Gaza es, sin duda, muy salvaje, muchísimo, pero no insuperable. Vendrán episodios aún más brutales.
Muchos occidentales que jamás han pisado Oriente Medio adoptan de oficio el relato israelí. Es propaganda de guerra muy bien confeccionada, como tantas otras cosas en el, en ocasiones, admirable Estado hebreo. Esta propaganda pone siempre el foco en la última expresión violenta de la resistencia palestina, tanto sea el lanzamiento de piedras de chavalines a soldados armados hasta los dientes como incursiones terroristas al estilo de la de Hamás del pasado fin de semana. Como si todo hubiera comenzado ahí y entonces. Ignorando su larga tradición de terrorismo de Estado y escamoteando las raíces del problema: el expolio sufrido por los palestinos.
Pero no, Hamás no es la causa del conflicto israelo-palestino, es uno de sus espeluznantes efectos. Y su último y cruel ataque a Israel, una muestra de desesperación, la mordedura feroz de alguien famélico, apaleado y acorralado.
Esparta en Tierra Santa, Israel proclama su derecho a defenderse por cualquier medio, desde la ejecución extrajudicial al bombardeo de poblaciones civiles, pero les niega a sus víctimas el derecho a protestar, ya no digamos a contragolpear.
Cercada por tierra, mar y aire, sometida a cortes de agua, luz, alimentos y medicinas, cañoneada cada dos por tres, Gaza es la mayor prisión al aire libre del planeta, la versión actual de los guetos de Varsovia y Soweto. ¿Qué esperan que salga de allí? ¿Una manifestación hippie cantando el Imagine de John Lennon?
Los palestinos tuvieron que pagar en 1947-48 la factura de una culpa que no era suya: la del antisemitismo europeo y el Holocausto nazi. Su historia es desde entonces la de un pueblo humillado y maltratado en un territorio siempre decreciente. “¿Adónde iremos después de las últimas fronteras? ¿Dónde volarán los pájaros después del último cielo?”, escribió hace mucho Mahmud Darwish, su mejor poeta. La tierra lleva ocho décadas estrechándose para ellos.
Ya no creo en una paz en Tierra Santa basada en la existencia de dos Estados, el israelí y el palestino, la fórmula histórica de Naciones Unidas. Creí en ella cuando cubrí en 1993 los Acuerdos de Oslo desde Jerusalén y un día vi que unos chavales árabes izaban su bandera en la Puerta de Damasco sin ser acribillados por la tropa israelí. Aleluya, parecía que los descendientes de Isaac e Ismael habían comprendido que debían compartir la herencia de Abraham, aunque fuera cada cual en su piso.
Arafat y la OLP aceptaban la existencia del Estado de Israel en las fronteras anteriores a 1967, renunciaban a la mayoría de lo que había sido Mandato Británico en Palestina y solo aspiraban a construir su propio Estado en lo restante: Jerusalén oriental, Cisjordania y Gaza. El primer ministro israelí Isaac Rabin compartía esta solución y estrechaba la mano de Arafat en la Casa Blanca de Clinton.
Pero un judío fanático asesinó a Rabin por “traidor”, y se reanudó el círculo vicioso de los atentados terroristas y las represalias bestiales. Con la victoria electoral de Netanyahu en 1996 triunfó el Israel más extremista y despiadado. Se aceleraron las expropiaciones de casas y terrenos palestinos, la construcción de colonias judías en Jerusalén oriental y Cisjordania, el enjaulamiento tras muros, alambradas y controles militares de los árabes de Tierra Santa. Si ocurriera en otra parte, lo llamaríamos limpieza étnica o algo así.
No queda sitio para un Estado palestino. Basta con mirar un mapa para darse cuenta. En el mejor de los casos, no sería otra cosa que un archipiélago de municipalidades. Y ni tan siquiera esto sería aceptable para los colonos judíos que ahora pueblan la Cisjordania ocupada, que ellos llaman Judea y Samaria. Tras el asesinato de Rabin, hablé con un puñado de ellos en una fortaleza con la bandera de la estrella de David que dominaba el Hebrón árabe. Haciendo con su fusil de asalto un movimiento de 360 grados, uno me dijo: “Todo esto es nuestro”. Cuando le pregunté con qué derecho, me respondió impertérrito: “Tenemos un título de propiedad sobre estas tierras. Nos lo dio Dios y se llama la Torá”.
Hace tiempo que la llamada comunidad internacional se rindió en la búsqueda de una paz basada en la legalidad internacional. El último esfuerzo lo hizo Obama, que, en su discurso en El Cairo de 2009, calificó de “intolerable” el sufrimiento palestino. Pero Netanyahu le despreció olímpicamente y se quedó tan ancho. Trump hasta recompensaría su insolencia con Obama regalándole en 2017 un título de propiedad sobre la totalidad de Jerusalén expedido por la Casa Blanca. La Ciudad Santa, que Naciones Unidas veía como un corpus separatum, posible capital de dos Estados a la vez, sería exclusivamente israelí.
Israel ha ganado por goleada. No solo es más fuerte militar, mediática y económicamente, no solo cuenta con el apoyo inquebrantable de Estados Unidos, sino que, desde su mismo nacimiento, está acostumbrado a la vida dura y el continuo guerrear. Puede, sin embargo, tener que enfrentarse a un nuevo problema existencial si la comunidad internacional recupera algún día un poco de vergüenza. Vale, hágase el Gran Israel en todo el territorio del antiguo Mandato Británico en Palestina. ¿Pero qué ocurre con los árabes –cristianos y musulmanes– que viven allí? ¿Va seguir asemejándose su situación a la de los negros en la Sudáfrica del apartheid? ¿Van a seguir siendo parias hasta el día del Armagedón?
El intelectual palestino Edward Said ya lo barruntaba en sus últimos tiempos. Sus compatriotas debían cambiar de objetivo: renunciar a ser un movimiento de liberación nacional que busca un Estado propio y reconvertirse en un movimiento de derechos civiles. Un movimiento que reclame la plena igualdad con los israelíes, incluido el votar y ser votado, en el marco de un único Estado.
Olvidémonos de los últimos ochenta años, empecemos de nuevo. Los fundadores de Israel lo soñaron como un Estado impecablemente democrático, y en muchas cosas lo es, incluida la amplia rebelión contra el intento de Netanyahu de controlar el poder judicial. Pero no lo es, en absoluto, en esta. El hecho irrefutable es que Israel niega su ciudadanía a más de 5 millones de nativos que viven de facto bajo su control en una especie de bantustanes. Esto solo tiene una solución civilizada: la igualdad entre comunidades que sellaron De Klerk y Mandela para Sudáfrica.
Pocas voces sensatas se escuchan ahora en un Israel sediento de venganza tras la sangrienta incursión de Hamás. Una es la del almirante Ami Ayalon, ex jefe del Shin Bet. Dice Ayalon: “Tendremos seguridad cuando ellos tengan esperanza”. El viejo jefe del espionaje interior israelí sabe de lo que habla. Responder a la brutalidad con más brutalidad es muy típico de Oriente Medio, como pregonaba el cartel de la sede beirutí de Associated Press. Pero solo hace que el futuro se ponga peor de lo que ya está. Solo produce nuevas entregas de la espeluznante serie Apocalypse Now.