En política las palabras cuentan y en la política internacional cuentan aún, si cabe, más. Las situaciones de crisis y conflictos son muy ilustrativas. Las confrontaciones suelen venir precedidas y acompañadas de una guerra psicológica y de propaganda. Su objetivo es crear un estado de opinión favorable para recabar apoyos internos y externos; además de movilizar recursos de todo tipo (humanos, materiales, económicos, políticos, militares y diplomáticos).
En la era actual, presidida por las tecnologías de la información y comunicación, esta tendencia se ha multiplicado. El manejo de las TIC constituye un arma imprescindible en la guerra de la información que acompaña a la desplegada sobre el terreno. En algunos casos la desigual disponibilidad de recursos informativos y comunicativos entre los contendientes refleja también la que mantienen en otros ámbitos, desde el tecnológico hasta el militar. Semejante pauta se cumple en el actual enfrentamiento bélico entre el ejército israelí y las milicias de Hamás. Mientras el primero tuitea en inglés su asalto militar sobre Gaza, las segundas carecen de un referente equivalente en la web en inglés.
Todo esto recuerda la preponderancia y, en ocasiones, hegemonía que ha mantenido el discurso oficial israelí sobre el conflicto a lo largo de su prolongada historia. Desde su emergencia, a finales del siglo XIX, el movimiento sionista lanzó una campaña política y mediática entre los círculos de poder occidentales. Los mitos y eslóganes sobre su empresa colonial en Palestina resultaron muy apropiados para conseguir la simpatía y el apoyo de las principales potencias mundiales del momento. En particular de Francia y Gran Bretaña que, durante la Primera Guerra Mundial, planeaban darle el golpe de gracia al declinante Imperio otomano para repartirse sus dominios territoriales en Oriente Próximo, como desvelaron los acuerdos Sykes-Picot (1916).
Entonces Palestina constituía una realidad e Israel era sólo un sueño colonial en la mente de los líderes sionistas. Más del 90 por ciento de su población era árabe-palestina (de confesión mayoritariamente musulmana, seguida de la cristiana y de una minoría judía), que mantenía en proporción semejante la propiedad de la tierra. Para invertir los términos de esa existencia (esto es, que Palestina sea hoy prácticamente una ficción e Israel una realidad), resultó imprescindible el apoyo de Gran Bretaña como potencia mandataria en Palestina durante el periodo de entreguerras; y el de Estados Unidos desde la posguerra hasta la actualidad.
Para tratar de legitimar su transformación de Palestina no menos importante ha sido un potente aparato de propaganda y difusión de ciertos mitos: desde la presunta promesa divina hasta la definición de Palestina como un espacio vacío. Los palestinos eran invisibles o simplemente no existían a ojos de los dirigentes sionistas, no porque no los vieran, sino porque desde su prisma colonial no los consideraban un pueblo digno de derechos. Así fueron definidos como nómadas, sin arraigo a un determinado territorio y, por tanto, ubicables en cualquier Estado árabe de su entorno. Luego fueron denominados como refugiados, un problema meramente humanitario, sin ninguna connotación nacional y sobre el que Israel desplazaba su responsabilidad (de limpieza étnica de Palestina) hacia los gobernantes árabes. Sin olvidar, por último, su sempiterna calificación de terroristas.
En suma, pese a que los denominados nuevos historiadores israelíes han desmantelado la historia oficial israelí, los nuevos ciclos de violencia que registra el conflicto siguen siendo definidos predominantemente por una de sus partes. Los sucesivos gobiernos israelíes se reservan los términos y la (des)calificación del otro. Peor aún, es el eco mediático y reproductor que encuentran entre algunos círculos sin ningún reparo ni contrastación empírica. Así una masacre es definida como una guerra defensiva y sus víctimas son culpadas por estar ahí o por prestarse a ser escudos humanos de Hamás, sin mayor verificación o evidencia que un tuit del ejército israelí, mientras que el derecho a la legítima defensa es monopolio exclusivo de Israel. Como señala el veterano periodista Eugenio García Gascón: “hay dos formas de informar sobre el conflicto: poniendo énfasis en las declaraciones o poniendo énfasis en los hechos. Dependiendo de la opción que se escoja, se transmitirá ficción o realidad”.