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Bajo palio

Urkullu censura que Rouco "desdeñe la democracia basada en la voluntad popular"

Maruja Torres

Cada misa que pasa me gusta más Rouco Varela. Al margen de que tenerle a él delante es como hacer turismo gratuito -un tour guiado por las catacumbas de Roma, o una visita al túnel del tiempo, a Pío XII cuando bendecía los tanques nazis-, verdaderamente es la persona, con o sin faldas, que mejor ha comprendido la España en que vivimos, ésta de la marca de hierro candente en forma de yugo que llevamos grabada a baba mala en nuestros lomos.

Lo que él dice no nos gusta. Pero el hecho de que lo diga, alto y claro, impunemente, antes como capo de la Episcopal y, ahora, como arzobispo almudenero de la capital del Reino -lo pongo con mayúscula por pura corrección en el estilo- debería hacernos reflexionar acerca de lo que hemos llegado a ser, lo que hemos aceptado retroceder desde que la voluntad popular mayoritaria de los votantes, así como la indiferencia de los no votantes, nos puso a los pies del caballo en el que se montó Pablo después de haber sido derribado por aquel noble potro que se lo sacó de encima por fanático.

Con un par de botafumeiros, Rouco Varela brama su apocalipsis. Delante del Rey, de la Patria, del Ejército, de los Presidentes y de la madre que los parió. Rouco Varela habla, y nadie se pone en pie y le grita: “¡A ver si te callas!”. Todos aguantan, como cabritos, y ni siquiera el cadáver excelente se remueve en el féretro. No se nos aparece, para consolarnos, el demócrata Tarancón, aquel buen cardenal para quien los de Rouco, futuros mimbres de este régimen, pedían el paredón: Tarancón y su espíritu, por mucho Versalles que le echen a la memoria de Suárez, han sido reducidos a cenizas. Tampoco se nos manifiestan los curas buenos que se curraron su cielo haciendo de obreros y trabajando en las barriadas pobres: han sido aventados, anulados por las huestes del Mefistófeles éste de las enaguas.

Es singular la pachorra con que nuestros prohombres y promujeres escucharon las palabras del arzo-avispa, inmóviles en sus bancos, culos gordos morales y tripas espirituales contentas -aparte de las físicas: la guata, homenaje a Chile desde aquí- mientras, con un hilo invisible, sujetaban los globos de su ego, que se alzaban hacia lo alto de esa fea basílica, tan elocuente y parábola de la oquedad de nuestros días, llenando el espacio de peste a pedos de una calidad indescriptible, y que por tanto no describiré. En su afán por loar la Transición, por adueñarse de ella, por adaptarla a su medida, unos y otros aceptaron una ética y una estética absolutamente franquistas, que tuvieron en Rouco Varela su mejor sinfonía de síntesis.

Aquello no era un funeral. Era un trastero. Sin embargo, esas siluetas polvorientas, sometidas gustosamente a los aspavientos de yihad proclamados por un eclesiástico decrépito pero bien pagado, esos fantasmones, lo queráis o no, están en activo. En sus poltronas gubernamentales, sus bancadas parlamentarias o sus consejos de administración.

Contemplando como nos hundimos, cómo se hunde la libertad, a golpe de sermones y de hostias en la calle.

Más honrado sería que formaran disciplinadamente detrás del monseñor. Y que lo hicieran, todos, bajo palio.

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