Este texto forma parte del libro 'Futuro imperfecto: ¿hacia dónde va el periodismo?' (UNSAM Edita). Fue creado en el marco del programa de formación Beca Cosecha Anfibia, en el que participaron 15 editores y responsables de redacciones en medios de Hispanoamérica para reflexionar y debatir sobre la profesión periodística en una serie de encuentros con expertos y coordinado por el director de Revista Anfibia y Cosecha Roja, Cristian Alarcón.
El inicio de una revolución te puede encontrar en el lugar más inesperado. Como la planta de electrónica de unos grandes almacenes. Es martes 10 de marzo de 2020, y ante un expositor de auriculares con micrófono –de esos con los que los gamers presumen en Twitch de sus logros en el juego de moda–, me pregunto cómo haremos el diario de mañana, cómo generaremos contenidos a distancia en medio del mayor acontecimiento informativo de nuestra vida: la pandemia de la COVID. Control de volumen integrado, 19 euros; cancelación de ruido, 27; sonido envolvente, 53; ¿Con cable o inalámbricos? ¿Serán los inalámbricos una buena opción? Parece una elección menor, pero no lo es. Esos auriculares serán el nexo con el espacio que durante más tiempo he habitado en los últimos años y que, sospecho, ya nunca volverá a ser el mismo: la redacción.
Ya lo explica la profesora de escritura creativa, Cristina Rivera Garza: en la escritura no hay soledad, señala, pues quien escribe está en contacto con los practicantes de su propia lengua, está encarnado en una comunidad, está alimentado por sus experiencias. Por tanto, adquiere una deuda con todos ellos. Quienes nos dedicamos al periodismo somos, en ese sentido, deudores de nuestras redacciones que, más allá de un espacio, constituyen un marco de sentido que atraviesa nuestros textos. En el periodismo el lugar sí importa. El país, la ciudad, la mirada desde la cual escribimos nos marcan. Pero también ese espacio más íntimo, la redacción, que es más que un lugar. Es más que un espacio físico.
La primera redacción de elDiario.es que pisé, allá por marzo de 2013, era un pequeño piso en una octava planta de la Gran Vía, el centro del centro de Madrid. Doce mesas, una sala de reuniones (que también usábamos como comedor) y un baño minúsculo (que hacía las veces de locutorio para evitar escuchas indiscretas ante llamadas importantes). Escuchar en aquella redacción era fácil. Casi inevitable. Éramos pocos y compartíamos intensamente un mismo espacio. En septiembre nos mudamos al otro lado de la calle, a una oficina que pensábamos que jamás llenaríamos. No fue así. Dos años después, siendo ya 50, abandonábamos aquellas cuatro paredes entre las que nació nuestra primera gran exclusiva: el escándalo de los gastos secretos de los directivos de Caja Madrid cuando ya estaba en situación crítica.
Fieles a la Gran Vía, ahora trabajamos en el Palacio de la Prensa, que no es un palacio, pero sí sabe mucho de periodismo: fue sede de la Asociación de la Prensa y ha albergado en sus casi 100 años de historia las redacciones de la 'Hoja del Lunes' o de la mítica revista satírica 'La Codorniz'. Algunas, en plantas nobles; otras, como la nuestra, en el entresuelo. Allí, con un centenar de compañeros ya, se ha acabado de construir lo que elDiario.es es hoy. Ese es el lugar al que han acudido las televisiones para conectar en directo cada vez que hemos destapado un caso de corrupción. Y es el escenario de una imagen icónica: la de toda la redacción frente a un televisor para escuchar la respuesta de la entonces presidenta de Madrid, Cristina Cifuentes, a nuestra exclusiva sobre las irregularidades de un título universitario que acabó costándole el puesto. El mismo caso que hizo caer a una ministra y puso en aprietos al líder de la oposición. Hubo otras exclusivas antes y otras muchas después, pero el máster de Cifuentes sigue siendo un emblema de elDiario.es.
El vínculo no es ya tan estrecho como cuando compartíamos doce mesas –siendo sinceros, no hubiéramos sobrevivido a aquella intensidad–, pero la comunión se mantiene. Además de compartir misión, en esa redacción se han forjado amistades, parejas, tradiciones que han marcado nuestro carácter e incluso se ha celebrado alguna fiesta clandestina más o menos tolerada.
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Asunto: IMPORTANTE. Vamos a teletrabajar.
Pero el 10 de marzo de 2020 todo eso acabó. A las 17:06 llegaba un correo de nuestro director para explicar una medida que se había acelerado ante el ritmo exponencial con el que crecían los contagios del COVID-19, un anticipo de la explosión que estaba por llegar. “Hemos tomado esta decisión por varios motivos. El fundamental, la prevención ante la expansión del virus (...) No me preocupa el teletrabajo. Ya somos una redacción acostumbrada a organizarnos en red. Sí me inquietan las consecuencias del coronavirus para elDiario.es”. Sus preocupaciones, explicaba, eran dos: estar a la altura ante un reto informativo sin precedentes y las consecuencias económicas para un medio cuya supervivencia sigue siendo un pequeño milagro diario.
Aquella noche, Toño Fraguas, el redactor jefe de cierre, y yo nos despedimos a pie de calle con nuestros ordenadores del trabajo bajo el brazo.
—¿Cuánto durará esto? ¿Será un caos? ¿Sabremos organizarnos?
—Claro que sí, ya verás —dijo, siempre más optimista que yo.
“¿Todo bien?”, pregunté a primera hora del día siguiente en el grupo de Telegram que compartimos los portadistas. “Yeah! Todos bien”. Comenzaba la era del teletrabajo. La logística la habíamos pensado el día antes: portadistas, editores de redes sociales, redactores del minuto a minuto y un equipo de refuerzo para la última hora estaríamos permanentemente conectados en una conversación de Meet que estrenamos aquella mañana. Una redacción virtual conectada por unos auriculares y un micrófono. Los jefes nos reuniríamos tres veces al día –mañana, sobremesa y tarde– en otra videoconferencia. Cada grupo de Telegram de la redacción –secciones, jefes, dirección– incorporaba su sala de reuniones virtual. Muchas más de las que teníamos en el espacio físico.
La primera noticia de última hora de la nueva redacción a distancia llegó a las 9:38 de la mañana. Para un equipo acostumbrado a ver cómo se escriben las últimas horas en la mesa de al lado –secciones como política, sociedad o economía se sientan junto al equipo de portada–, la incertidumbre de saber cuánto tardará en llegar un texto era una nueva sensación. También lo era el riesgo de que el proceso se frenara. Una última hora implica poner en marcha los múltiples movimientos de una coreografía mil veces repetida –mensajes en Twitter, Facebook y el canal de Telegram, alerta de móvil, tira de urgente, cambio de portada– que esta vez había que ejecutar en un nuevo escenario.
La revolución no se limitaba al espacio, también incluía a la cobertura. En un medio que siempre ha tenido en la política, los tribunales y la investigación su eje, una crisis sanitaria supone un cambio de agenda y ritmo radical. En aquellas primeras semanas de pandemia el periódico se volcó en una cobertura única, liderada por la sección de sociedad, a la que se sumaron desde el primer minuto quienes cubren tribunales, política, economía o cultura haciendo de la redacción un solo equipo. La vida se había puesto por delante y las batallas políticas o las guerras de declaraciones no importaban. Tampoco las horas de trabajo. Había que contar una pandemia.
¿Y cómo se cuenta una pandemia? Es una pregunta que fuimos respondiendo –con aciertos e inevitables errores– sobre la marcha. El correo en el que se anunciaba el teletrabajo incluía las coordenadas. “Ninguno de nosotros, ni siquiera los más veteranos, hemos vivido una noticia que haya tenido un impacto tan profundo y tan directo en la vida de nuestros lectores. Debemos ser responsables: informar con prudencia y sin caer en el sensacionalismo. No promover el pánico. Combatir la desinformación. Ser rigurosos. Y no caer en las explicaciones simples que reducen esta grave epidemia a 'otra gripe más', porque tampoco lo es”, explicaba nuestro director.
En un entorno informativo regido por la espectacularización permanente para captar una atención cada vez más habituada a estímulos fugaces –el régimen live del que habla Sayak Valencia–, donde el ruido, los mensajes descontextualizados y las fake news se extienden con la misma facilidad que el virus, uno de los mayores esfuerzos de hacer un diario en pandemia era precisamente evitar alimentar esa espiral tóxica. Frente a las urgencias y la tendencia a la sobreproducción que impone la dictadura del algoritmo –un ciclo inagotable de titulares llamativos en busca de éxito en Google, Facebook o Twitter–, han sido más necesarios que nunca los datos –y para eso tenemos un equipo brillante–, el contexto y los expertos. Alejarse del ruido, contar lo relevante y, ante la duda, no publicar. Si equivocarse siempre es peligroso, hacerlo en medio de una crisis de salud pública era mucho más grave.
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ASUNTO: Reunión este lunes a las 16:00.
Un nuevo mail del director llegó el 23 de marzo a todo el equipo. “Me gustaría hablar con vosotros para avanzaros alguna de las medidas que estamos preparando ante el impacto económico en nuestras cuentas de la crisis del coronavirus”. En aquella reunión virtual, la primera de muchas, Ignacio Escolar explicó a la redacción que las perspectivas publicitarias no eran buenas, que había que recortar gastos y que iba a reducir los salarios más altos de la redacción para intentar garantizar el empleo de toda la plantilla y la sostenibilidad del proyecto. Además, por primera vez desde su nacimiento, elDiario.es iba a subir la cuota mensual a sus socios. Solo a aquellos que pudieran permitírselo, siguiendo el principio de que nadie que no pueda pagar se quedará sin leernos.
Un artículo en nuestra home y un correo a los lectores anunciaban al día siguiente esas medidas. 'Un plan de emergencia para garantizar la supervivencia de elDiario.es', se titulaba. La respuesta no pudo ser más emocionante.
—¿Cuántos vamos? Ya serán 38.000
—Más
—¿En serio?
—Sí
—¿38.500?
—Casi 40.000
—Qué pasada
Miles de personas dieron el paso y se sumaron a nuestra comunidad. Así comenzaron, durante semanas, las jornadas en el Meet de portada: Angy preguntaba, yo iniciaba una subasta con la respuesta, Moha bromeaba y, conocida la cifra, llegaba la celebración. La escena se repetía en esa videoconferencia permanente en diferentes horarios con Toño, Marta, Jaime, Luz, Álvaro, Matías, Clara, David, Aurora, Diego, Cristina o Jose. Durante el confinamiento, elDiario.es saltó de 36.000 a 56.000 socios. La respuesta de la audiencia fue también espectacular. Batimos nuestro récord de lectores en marzo, abril y mayo de 2020, con crecimientos anuales de más del 75%.
El caso de elDiario.es no es el único. El boom de las suscripciones y membresías a medios digitales ha sido una de las pocas buenas noticias que nos ha dejado la pandemia. En un grupo de Telegram en el que participan periodistas de varios medios leí un informe de Damian Radcliffe, periodista y profesor de la Universidad de Oregon. En su 'Guía para navegar los efectos de la COVID-19' explica cómo el estallido de la pandemia se reflejó en fuertes crecimientos en las suscripciones a medios como el New York Times, The Atlantic, The Guardian o el servicio de pago de la CNBC, además de a diarios locales. En esa línea de redescubrimiento del valor del periodismo como servicio público, Radcliffe destaca que han sido precisamente las grandes cabeceras y los medios locales los que mayores incrementos de tráfico han registrado. Mientras, portales partidistas y de dudosa fiabilidad como Breitbart News o Infowars experimentaban mínimas subidas e incluso descensos. En un contexto de caída en picado de los ingresos publicitarios –algo que la pandemia ha venido a agravar–, numerosos medios están viendo en las suscripciones y membresías una vía fundamental para su subsistencia. En España, todas las grandes cabeceras acabaron 2020 con sistemas de pago en marcha, algo impensable hace un par de años.
Que los medios busquen satisfacer las necesidades de información de sus audiencias para retenerlas y atraerlas a un esquema de pago constituye un mejor incentivo que la producción a destajo de titulares impactantes para seducir a un algoritmo y así incrementar artificialmente los impactos publicitarios. ¿Pasaremos, entonces, de una dictadura del algoritmo a otra de las audiencias? Parece que no. Silvio Waisbord, el autor de 'Comunicación, ¿una posdisciplina?', tiene mucha investigación hecha en medios estadounidenses y considera que el riesgo de que esa comunidad de lectores condicione la cobertura de un medio siempre será menor que la capacidad de presión –y voluntad censora– de un gran anunciante, un gobierno o un financiador sobre el que pivote la viabilidad de un medio. En elDiario.es hablamos de una especie de círculo virtuoso: siempre que nuestro periodismo ha brillado, nuestra comunidad de socios ha crecido. Y para cerrar el círculo, esos nuevos ingresos se han invertido en incorporar periodistas.
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En la nueva redacción virtual las buenas noticias no tapaban, sin embargo, una situación difícil. No ya en lo económico, donde los peores augurios pudieron disiparse, sino en lo personal. El virus también se dejó notar en elDiario.es. Dos días después de empezar el teletrabajo, un compañero contaba a través del grupo de Telegram que sospechaba estar contagiado. “Que los contactos se vigilen”, pidió. A las palabras de ánimo de un equipo volcado en Telegram como única vía de contacto colectivo en aquellos primeros días de encierro, se sumaron más casos. En unas horas eran tres. En unos días, una veintena. Mientras España estrenaba el segundo estado de alarma de su etapa democrática, las reuniones diarias de jefes comenzaban con un repaso del parte de bajas para distribuir las tareas de quienes no podían trabajar. A todos nos tocó hacer de todo.
Aunque la inmensa mayoría fueron casos leves, también los hubo graves. A finales de marzo, nuestro director adjunto, Sindo Lafuente, sufrió una neumonía por coronavirus que lo tuvo varias semanas fuera de juego. Fue un golpe de realidad. Lo que pasaba fuera también sucedía entre nosotros. En un país con más 50.000 fallecidos oficiales, a finales de abril moría nuestro columnista José María Calleja. También nos dejaron familiares de compañeros. No hubo despedidas, no hubo abrazos en velatorios ni lágrimas compartidas. Solo mensajes a través de Telegram. Y en el equipo de portada, el micrófono y los auriculares.
Así, entre buenas y malas noticias, alegrías y tristezas, últimas horas y exclusivas transcurrieron los meses sin contacto físico en la redacción virtual. Contamos una primera ola, una desescalada y varias olas consecutivas igual de graves; vimos cómo se anulaban unas elecciones autonómicas y se volvían a convocar; contamos su resultado en una noche electoral sin pizzas compartidas; vivimos una jornada electoral de cuatro días en Estados Unidos; narramos la huida de un rey asediado por escándalos que nosotros mismos habíamos desvelado... Y, por aquello del más difícil todavía, cambiamos nuestro sistema tecnológico de publicación y hemos rediseñado el periódico.
Ese rediseño sirvió como excusa para regresar a la redacción por unas horas tres meses después. En junio de 2020 convocamos a un grupo reducido de jefes de área a una formación sobre el nuevo sistema de publicación. Era el mismo sitio, pero no era igual. Testigos de una huida atropellada, sobre las mesas continuaban nuestros papeles, libros y las botellas de cristal reutilizables con las que habíamos sustituido meses antes el agua envasada en plástico. En la mesa de Natalia, las fotos de sus hijos. En la de Raúl, su foto con Natalia en un trabajo anterior. En la mía, la radio. “Da pena ver esto así”, comentaba con Luis, el jefe de producto, después de la formación. El apego por ese espacio o por lo que significa para nosotros sigue presente.
¿Volveríamos? ¿De qué forma? ¿Cambiarían nuestras dinámicas de trabajo? En elDiario.es nos enfrentamos colectivamente a esas preguntas en una encuesta para decidir sobre el futuro de la redacción. ¿Cómo nos gustaría trabajar a partir de ahora? El resultado fue abrumadoramente favorable a un modelo que conjugue el teletrabajo con la asistencia a la oficina. Y en ello estamos.
Los periodistas que habitamos en el Palacio de la Prensa no somos muy originales: las conclusiones son similares a las que hicieron 136 responsables de medios de comunicación consultados para un estudio del Reuters Institute sobre la transformación de las redacciones, realizado en 2020. Las redacciones híbridas se imponen tras constatar la eficacia del teletrabajo, pero también algunas de sus limitaciones.
Más de un año de trabajo en remoto nos confirmó, como habían demostrado hace ya tiempo revistas o medios independientes, que es posible sacar adelante cada día un diario generalista a distancia sin hacerlo necesariamente peor. Pero también comprobamos que el contacto humano es importante.
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Somos trabajadores esenciales, y seguramente en esta pandemia nos hemos hecho, de golpe, más viejos. Como el conjunto de la sociedad, el periodismo no ha sido ajeno al impacto de la pandemia en la salud mental. Mientras cubríamos las noticias nosotros también tratábamos de decodificar el acontecimiento. Como explicó en un seminario de la Universidad de Oxford la periodista Hannah Storm, la COVID-19 ha exacerbado la precarización del trabajo en los medios.
La digitalización de las redacciones impone lo que la antropóloga Paula Sibilia llama “la lógica del horizonte ilimitado”. Sin cierres, con fuentes infinitas y sucesos constantes, la producción informativa se multiplica para intentar cubrir una realidad inabarcable generando estrés e impotencia. A todo ello se ha sumado ahora la desaparición de las fronteras entre nuestros hogares y la redacción en medio de un acontecimiento de enorme impacto. Poner límites a la actividad laboral, parcelar el tiempo y el espacio, pero también la conexión virtual con nuestros compañeros a través de Meet han sido los mejores antídotos durante estos meses.
¿Cómo serán las redacciones del futuro? ¿Cuál será el futuro de las redacciones? Confirmado que el trabajo a distancia es posible, nos toca pensar en una transformación del espacio físico que lo haga compatible con esa nueva realidad. Y esa transformación pasa por un cambio de paradigma, el que transita de la redacción como fábrica y único ámbito de trabajo posible a la redacción como lugar de reunión y espacio en el que compartir y debatir ideas para hacerlas mejores.
La experiencia de la pandemia nos obligó a la resiliencia, pero también aceleró cambios inevitables. En palabras de SreÄko Horvat: es un apocalipsis, pero no en sentido de un final, sino de una revelación.