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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Paniaguado

3 de octubre de 2020 21:18 h

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Tengo un modelo de comportamiento presente con el que baremo a la gente que desprecio. Algo que me sucedió cuando aún estaba formándome intelectual y socialmente y que me marcó para comprobar hasta qué punto puede llegar la miserabilidad. Tenía 19 años y trabajaba en un bar de copas, cobrando en B y una miseria. El dueño del local se negaba a darnos de alta y enseñaba la puerta a cualquiera que pidiera una mejora en las condiciones de trabajo. Un día, nos reunimos todos los trabajadores: camareros, puertas y el pincha. Concertamos que antes de empezar la jornada exigiríamos que se nos diera de alta y cobrar más por noche. Todos estuvimos de acuerdo y convenimos que yo sería el que hablara. Llegó el jefe y le expuse lo que habíamos acordado. Entró en cólera, nos amenazó con despedirnos a todos y preguntó a los demás si estaban de acuerdo con lo que acababa de decir. Todos, absolutamente todos, agacharon la cabeza y se callaron. Me echaron del trabajo. Cada vez que pienso en Ignacio Aguado recuerdo ese día.

Los madrileños están sufriendo una gestión negligente carente de empatía y que está asolando la moral de los más vulnerables. La incertidumbre, el cansancio y la sensación de desamparo acompaña el relato cotidiano de los que menos medios tienen para defenderse de la incompetencia que gobierna en Madrid. Hay una persona que podría terminar con esta situación. Solo una. Y se llama Ignacio Aguado. Pero en vez de erigirse como un hombre que aproveche la situación en la que el destino le ha puesto, la de aportar algo de calma a un pueblo vapuleado por una presidenta histriónica y más cerca del desequilibrio que de la estabilidad mental, ha decidido ejercer de camandulero.

Ignacio Aguado es alguien que se diluye cuando tiene que ejercer. Cuando hay que pasar a la acción se disuelve como un azucarillo. Alguien con miedo a levantar la voz cuando al que se dirige tiene más poder que él. Ni marcándole el camino uno de los suyos dimitiendo es capaz de sacar coraje y ganar algo de dignidad, aunque sea a sus propios ojos. La acción política de Ignacio Aguado es homeopática. Aguachirri en cualquiera de sus acepciones. Un café de achicoria transparente que provoca una deposición fecal en estado acuoso, que es la segunda acepción del aguachirle.

El vicepresidente se cree un archipámpano pero no es más que un paniaguado. Un perfecto ejemplo del paniagudismo patrio que tantos réditos ha proporcionado a los de su estofa. Porque, como decía José Pijoán, estos especímenes están en el cargo para dejar correr el sueldo y, mientras el sueldo corra, el paniaguado se parapeta. Seamos concretos, ¿para qué sirve el vicepresidente?

Su cargo es meramente accesorio. No sirve para nada. Escribe tuits anunciando acuerdos que su Gobierno rompe un día después. Se queja por la judicialización de la guerra entre el Gobierno del que forma parte y el de la nación y un día después se presenta un recurso en la Audiencia Nacional. Es un perfecto paniaguado, alguien que no cuenta ni para sus propios compañeros. Un perfecto don nadie incapaz de influir ni aun siendo el número dos de un Gobierno de coalición que precisa de su voto para subsistir. Si en esas condiciones su opinión no cuenta tendría que aceptar las señales. Aguado es también portavoz del Gobierno. Un cargo que sirve para comerse los marrones y ocurrencias de su jefa sin ser ni siquiera informado. Ha aprendido a tragar fuerte y enseñar la nuez, algo que siempre viene bien teniendo las manos tan blandas.

Decía Julio Caro Baroja que una de las mejores maneras que había para triunfar en la vida pública era ser un ignorante lleno de osadía o un paniaguado de los que en la Universidad llamaban “hijos de papá”. Son todas formas válidas de definir la actitud de estos días que se ha hecho carne en Ignacio Aguado.