El hundimiento
La crisis de los medios de comunicación tradicionales, que durante décadas han construido y moldeado la opinión pública en España, es tan aguda que la única duda parece ser si aún respiran o si ya han expirado. Muchos los dan por muertos y han empezado incluso el velatorio, donde todos se acompañan en el sentimiento ante la fatalidad. Pero sin mentar jamás la bicha: en realidad, fue un suicidio.
Los periodistas llevamos años enzarzados en debates metafísicos —¿papel o web?—, en discusiones sobre modelos de negocio y en lamentos desconsolados por la pérdida de diez mil puestos de trabajo en el sector desde que la crisis empezó a asomar, en 2007. Pero el debate da vueltas sobre las empresas de comunicación como si se tratara de islotes independientes sin conexión con el mundo exterior, como si todo fuera un problema interno sin relación alguna con el sistema económico y social en el que operan las empresas. Estos debates pueden ayudar a perï¬ lar o matizar algunas cosas, pero si no se toma en cuenta este marco y el papel que en él desempeñan los grupos de comunicación, se corre el peligro de gastar todas las energías en la periferia, muy lejos del núcleo.
No tiene ningún sentido analizar los problemas de los medios sin tener en cuenta la particular crisis que atraviesa el capitalismo, cuya evolución en las últimas décadas podría sintetizarse así: el boom se construyó sobre una burbuja con apalancamientos superlativos fomentados por ejecutivos con sueldos obscenos. Y el posterior e inevitable pinchazo ha dejado un reguero de cadáveres y cambios fundamentales en las estructuras de propiedad y el poder económico.
Este es el patrón que ha operado en el capitalismo. Vale para casi todos los sectores empresariales que se movían en este marco de gigantismo alimentado por el crédito fácil. Y entre ellos, por supuesto, los medios de comunicación.
El patrón encaja en la mayoría de conglomerados mediáticos, empezando por Prisa, el primer grupo español, el más emblemático y el más poderoso: durante la burbuja se construyó un imperio, pero con un apalancamiento de cinco mil millones de euros de deuda, mientras el primer ejecutivo, Juan Luis Cebrián, equiparó, en el ocaso de la burbuja, su sueldo con el de los directivos del sector ï¬nanciero embolsándose doce millones de euros en 2011. Al pinchazo le han sucedido expedientes de regulación de empleo en todas las unidades de negocio —incluidos 129 despidos en El País, que en la década de 2000 ganó más de 800 millones— y la entrada en el capital de los fondos de Wall Street agrupados en el vehículo Liberty Acquisitions Holdings y de tres grandes bancos —Banco Santander, CaixaBank y HSBC—, que se han hecho con el control accionarial desplazando a la familia Polanco.
La crisis de los medios tiene más que ver con el capitalismo de casino que con la desintegración de un modelo de negocio que efectivamente ha saltado por los aires, pero en buena medida como consecuencia de la inasumible deuda ï¬nanciera heredada de la burbuja, pese a que tantos directivos tratan de culpar ahora a Internet para sacudirse las pulgas de encima: en 2007 hacía ya muchos años que la web se desarrollaba a la velocidad de la luz y, pese a ello, muchas de las empresas de comunicación ahora al borde de la quiebra surfeaban en la cresta de la burbuja aún batiendo récords históricos simultáneos de tirada, publicidad y beneï¬cios.
El gran error es acercarse a la crisis de los medios como si se tratara de un ajuste durísimo, pero meramente cíclico, como si a la tormenta le fuera a suceder otro período de expansión que reabsorberá a muchos de los diez mil despedidos y todo volverá a su cauce natural de antes del crash.
Es imposible.
Si la crisis fuera cíclica, solo habría que aï¬nar el modelo de negocio y adaptarlo a la revolución tecnológica. Pero este cuento de hadas no tendrá un ï¬nal feliz. Si alguna vez se reactiva de nuevo la economía, el mundo de los medios habrá cambiado igualmente sin posibilidad de marcha atrás. Y no por culpa de Internet.
El terremoto ha modiï¬ cado el paisaje en asuntos mucho más cruciales para el periodismo real que el supuesto cambio de paradigma tecnológico que tan pomposamente proclaman los gurús del humo. El cambio más importante es otro: donde había empresas propiedad de editores de periódico, hay ahora empresas propiedad del sector ï¬nanciero. El fenómeno ha sido generalizado y rapidísimo, al igual que ha sucedido en muchos otros sectores económicos: la imposibilidad de hacer frente a los exagerados créditos concedidos en la alegría de la burbuja ha tenido como consecuencia la absorción de los medios por parte del poder ï¬nanciero.
Es muy probable que la banca desempeñe un papel imprescindible en el engranaje del sistema económico capitalista y que sea vital para que ï¬uya el crédito y, por tanto, la economía funcione. El problema no es que la banca opere como tal en su negocio —esto daría para otro largo y controvertido debate—, sino que la banca se convierta en editora de prensa. Y en España.
A lo mejor en países anglófonos podría funcionar. Pero aquí es obvio que un diario, una radio o una televisión controlados por un banco desde el corazón de la estructura misma del capital supone una amenaza enorme para el periodismo. Y hoy casi todos los grandes medios de España han sido absorbidos por el poder ï¬ nanciero. No con la clásica dependencia de la inï¬uencia publicitaria o de los créditos, sino de forma mucho más profunda: directamente en la propiedad.
Los periodistas hemos pasado de puntillas sobre esta sacudida en la propiedad, como si no fuera con nosotros. Y eso que lleva años gestándose: cuando un grupo debe cinco mil millones de euros a la banca —el equivalente a la deuda de todos los endeudadísimos equipos de fútbol en España—, ya está claro que el propietario real no es necesariamente el que acude a la junta de accionistas. Y ello sucedía en pleno boomdelante de todos, mientras corría el champán.
En Estados Unidos, la ï¬nanciarización de los medios sí se ha estudiado a fondo y en el mismo contexto de la ï¬nanciariazación de la economía que condujo a la peor crisis desde el crash de 1929, muy particularmente por el grupo académico alrededor de Robert W. McChesney. Pero cuando su discípula en España Núria Almiron, profesora de la Universidad Pompeu Fabra, quiso adaptar aquí el marco general de ï¬nanciarización de los medios ni siquiera encontró un editor dispuesto a publicar un libro esencial para entender qué se nos venía encima. Finalmente lo publicó en 2010 en inglés.
Y hay que recurrir a Amazon para encontrarlo: Journalism in crisis: corporate media and financialization.
Los periodistas hemos mirado para otro lado, pero el fenómeno tiene enormes implicaciones para el periodismo.
Y más en un momento en que toda la actualidad gira alrededor de asuntos en los que el sector ï¬nanciero, los nuevos dueños de los medios, tiene un papel protagónico: la trampa de las participaciones preferentes y otros productos tóxicos perpetrados por la banca tiene atrapados a más de dos millones de personas; el rescate para salvar a los bancos exige ajustes draconianos que laminarán el Estado del bienestar; la presión para empeorar las condiciones de las pensiones públicas la alimentan los fondos privados gestionados por la banca; el drama de los desahucios suma 400.000 ejecuciones desde que empezó la crisis. ¿Alguien cree posible que los medios propiedad de la banca puedan informar con independencia sobre todo esto? Como mucho, aspiran a dar la apariencia de que se informa: páginas y páginas centradas en el color y el factor humano, pero todo lo lejos posible del hueso; a lo sumo, con nombres y apellidos de los afectados pero nunca de las entidades ï¬nancieras.
La lista de temas periodísticos calientes relacionados con el sector ï¬nanciero es interminable. Y es más larga aún de lo que parece porque la banca también es accionista de referencia de las principales multinacionales, desde Repsol hasta Abertis, pasando por Telefónica. Cualquier conï¬icto de estas empresas en el mundo es un problema automáticamente asumido como propio por más agentes: por los bancos accionistas y por los medios propiedad de estos.
Ahí está, en última instancia, el problema central que explica el hundimiento de las empresas periodísticas que han moldeado la opinión pública en España durante décadas: la falta de credibilidad.
Si el dueño es la banca y la información caliente gira alrededor de noticias muy sensibles para el sector ï¬nanciero, la credibilidad se resentiría incluso si se mantuviera una independencia exquisita de la redacción. Pero esto es España: la mera insinuación de que la independencia está garantizada solo puede provocar carcajadas.
Todo este proceso acelerado de transformación de las empresas periodísticas, con efectos estructurales y a muy largo plazo, se ha visto acompañado en el mismo período de otro proceso silencioso pero imprescindible para que pudiera avanzar el mar de fondo: los despidos han afectado a todos, pero especialmente a los veteranos. La última trinchera de los viejos medios ha sido destruida.
No se trata de asumir una postura simplista que enfrente a generaciones, en la que unas desempeñan un papel heroico y otras ejercen de villanos. Pero es evidente que si cambia la estructura básica de una empresa, la legión de trabajadores educados en los patrones viejos pasan a ser especialmente incómodos como colectivo, más allá de la actitud crítica individual de cada periodista.
El problema no es solo que los veteranos sean más caros en un momento en que los gestores de medios está en manos de ejecutivos que los ven como gasto en lugar de activos, sino que directamente se convierten en una molestia ante los cambios en la estructura de propiedad. A ningún jefe joven ahora sometido al marcaje de los nuevos accionistas vinculados al poder ï¬nanciero le gusta que alguien le recuerde que en otras épocas el increíble indulto a Alfredo Sáenz abriría el periódico en lugar de estar arrinconado en un faldón perdido. O que la pensión de veinticuatro millones de euros que ya se ha embolsado Isidro Fainé sería bastante más que ese breve que nadie fue capaz de encontrar.
La sucesión de ERE no ha supuesto solo despidos masivos, sino que ha servido para extirpar de las redacciones las referencias de lo que eran las empresas antes de la burbuja y del tsunami. Se han llevado por delante la memoria de lo que el periodismo fue en algún momento no tan lejano. Y con efectos devastadores desde el punto de vista periodístico a muy largo plazo, porque, además, se ha roto la cadena básica de aprendizaje en esta profesión imposible de aprender solo en los libros.
La ï¬nanciarización de las empresas periodísticas y el desmantelamiento de la vieja cultura periodística en los medios, acelerada con el despido de veteranos, son elementos comunes a todos los países en el epicentro de la crisis. Pero España tiene además un elemento particular entremezclado: todo el ediï¬cio de la Transición parece desmoronarse y los medios de comunicación de referencia son un elemento central del modelo construido a la muerte del dictador Francisco Franco.
No es este el lugar para analizar las causas de la crisis institucional española, pero sí de registrar que no existen agentes clave que construyeron el modelo de la Transición que ahora escapen a su crisis: la monarquía, las principales instituciones, los partidos mayoritarios, el poder económico y ï¬nanciero, la prensa… El paquete es compacto, los pactos y los consensos fueron muy bien trabados entre todos y ahora se tambalean juntos. Y de nuevo se ve afectada la materia prima del periodismo: la credibilidad. Los medios de referencia son parte fundamental de este sistema en crisis y difícilmente pueden ser, en consecuencia, los más adecuados para narrar esta crisis.
Cuando se habla de modelos de negocio periodísticos y de cómo aumentar los ingresos, los expertos raramente se detienen en el elemento central: la credibilidad. Si todo el andamiaje de los diarios está construido sobre la base de que alguien pague por la información, ¿qué sentido tiene pagar por información producida por un medio que ha perdido la credibilidad porque ha sido absorbido por el sector ï¬nanciero, ha despedido a muchos de los mejores periodistas y es parte central del sistema en crisis? Muy poca, más allá de la credibilidad personal que siguen atesorando muchos magníï¬cos periodistas que aún trabajan en las grandes cabeceras.
El problema no es que el modelo de negocio se derrumbe porque los lectores no quieren pagar, sino que a los lectores les cuesta pagar por información de la que no se fían. Y aquí algunos grandes medios han contribuido aún más al haraquiri regalando en Internet los mismos contenidos por los que cobran en el quiosco, diï¬cultando aún más que alguien sea tan extravagante como para comprarse el periódico por información que lleva horas circulando gratuitamente para los listos.
Los diarios tienen dos fuentes principales de ingresos: la publicidad, que solía representar en torno al 60 por ciento, y las ventas, que históricamente suponían en torno al 40 por ciento. La genialidad de algunos directivos ha sido responder al hundimiento publicitario consecuencia de la crisis regalando el 100 por cien de los contenidos en Internet y reorganizando la redacción para atender prioritariamente la web, con lo que han logrado reducir simultáneamente los ingresos procedentes de la publicidad y también de la venta de ejemplares: ¿por qué pagar por lo que es gratis y que, además, puede leerse antes?
El último Libro Blanco de la prensa diaria, editado por la patronal, registra que los ingresos por venta de ejemplares de los diarios en España cayeron de 1.300 millones de euros en 2007 a 1.035 en 2011, un descenso del 20 por ciento. En el mismo período, los ingresos publicitarios del sector pasaron de 1.461 millones a 782, una caída del 46 por ciento. Y pese a ello, el discurso del humo asumido por los consejeros delegados bajo la inï¬uencia de gurús que nunca han trabajado una información periodística sensible, sigue propagándose inalterable: los diarios, dicen, deben acelerar su transición hacia la web, cuyo modelo en España descansa exclusivamente en la publicidad, que se desploma a un ritmo mucho mayor.
Están en su derecho de hacerlo, sí: descanse en paz. Sin embargo, el seguidismo irracional de los gurús sería incluso secundario a la hora de determinar las causas del fallecimiento. Aunque no regalen la información, para lograr que alguien pague por ella deberán recuperar antes la credibilidad, lo cual se antoja quimérico si se tiene en cuenta la nueva estructura de capital. Ganar la credibilidad es una tarea de años, pero se pierde en muy poco tiempo.
El panorama de los medios tradicionales es desolador y todo indica que la agonía va a seguir inexorablemente. Pero ya no hay que confundir a los medios tradicionales con el periodismo. Paradójicamente, la descomposición de las empresas tradicionales combinado con la revolución tecnológica que abarata muchísimo todos los costes de producción dibuja un terreno en el que nunca ha habido tantas oportunidades para los nuevos medios que deseen hacer viejo periodismo: es decir, el periodismo independiente de toda la vida. Con mayor o menor acierto, pero más o menos independiente.
Todo el mundo aspira a innovar y a sentirse parte de grandes revoluciones que cambiarán el curso de la historia, lo cual contribuye a exagerar la importancia que se da a muchos fenómenos que solo la perspectiva del tiempo pondrá en su lugar. En el periodismo, todos los gestores quieren dar un salto de modernización para adecuarse al siglo XXI centrándose en temas tecnológicos que no entienden y ninguneando su principal activo —los periodistas y la credibilidad de la cabecera—, cuando bastaría con volver a la esencia para recuperar mucho terreno. Back to basics: ofrecer información relevante y propia, elaborada con la máxima independencia, a los ciudadanos dispuestos a pagar por estar mejor informados.
Esto es lo que pretenden, con toda la humildad porque suelen buscar nichos temáticos sin aspirar a un modelo global que informe sobre todo, los nuevos medios surgidos de las ruinas de los medios tradicionales, a menudo bajo el control de los propios periodistas. Solo de Público, el diario que mejor encajaba con los momentos convulsos que vivimos y que sus dueños liquidaron cuando estaba a las puertas de la rentabilidad, han surgido más de media docena de iniciativas, muy complementarias, que comparten estas mismas bases. Es inevitable que algunos mueran en el intento, pero en su conjunto apuntan un camino de efervescencia y esperanza, con bases modernas pero con raíces bien trabadas con el viejo periodismo, justo cuando todos los caminos tradicionales parecen de pronto llevar a ningún lado o, en el mejor de los casos, al cementerio.
Uno de estos nuevos medios es la revista satírica Mongolia, surgida en abril de 2012 con un capital de apenas cincuenta mil euros, que gracias al boca-oreja se ha convertido en muy poco tiempo en un auténtico fenómeno y se ha consolidado con una tirada media de cuarenta mil ejemplares y creciente inï¬uencia. La revista combina la irreverencia salvaje con el periodismo clásico, juntos pero no revueltos: la parte seria se agrupa al ï¬nal bajo el epígrafe «Reality News» y una advertencia: «A partir de aquí, si se ríe es cosa suya».
El «Reality News» suele incluir la sección «Perro come perro», que ha ido recogiendo en sus páginas retazos de la demoledora crisis de los medios de referencia en España con criterios profesionales y con total independencia, sin someterse a esa máxima tan común y castradora que da título a la sección y que signiï¬ca que los periodistas no escriben sobre asuntos molestos de otros medios, salvo excepciones muy puntuales: hoy por ti, mañana por mí.
Pero escribir sobre la crisis de los medios es básico para entender la crisis: porque han formado parte del mismo esquema general del capitalismo de casino que ha llevado a la catástrofe y porque la narrativa para entenderla y para salir de ella sigue construyéndose básicamente en los medios. Estos no son solo intermediarios: son agentes clave en la crisis, ahora transformados casi en una unidad más del sector ï¬nanciero, el actor más relevante de todos. Y, por tanto, deberían someterse al escrutinio del periodismo.
Por las páginas del «Reality News» han desï¬lado muchos de los «señores de la prensa» de España que han pilotado los medios a la ruinosa situación en que se encuentran.
Son frescos que en su conjunto retratan un panorama desolador y que son la base de Papel mojado, el libro que tiene usted en las manos.
Los «señores de la prensa» son en buena medida los grandes responsables de que los medios de comunicación de referencia estén de funeral. Pero no hay que cebarse demasiado con ellos: han dejado un enorme hueco para que el periodismo independiente pueda prosperar. Y en el fondo han sido generosos proporcionando con sus polémicas trayectorias justo lo que más anhelan los periodistas: grandes historias que contar.
Pere Rusiñol, marzo de 2013