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Paraules d’amor

No sé si les he contado alguna vez que mi madre me dormía cantándome extrañas y dulces canciones en una lengua que luego supe llamar euskera, ni si les he dicho que la primera vez que sentí que ya no era una niña, estaban susurrándomelo al oído en gallego muy cerca de Riveira. Confieso que mi primer beso me lo dio un vasco pero que mi amor de instituto fue el de un catalán cuya familia me acogió de tal manera que consiguió que entendiera la lengua de aquella casa para siempre. Saben que estuve casada con un malagueño pero también con un riojano e ignoran que vivo con un vasco. Aún me llena de ternura recordar los cuentos en francés que me leía a la orilla de la cama mi Renée y sé que quise con todas mis fuerzas aprender esa lengua para que los secretos que mi padre traía en el doble fondo de la maleta desde París dejaran de serlo. He contado que decidí mi profesión básicamente para poder regodearme en la lengua que amo y que adoro Madrid como al oasis de libertad que nunca nos debemos dejar arrebatar. El problema reside en mi falta de empatía con lo anglosajón y, tras pasar por el British, sigo siendo modesta en su lengua como timorata es mi pasión por su cultura. Quizá me faltó un inglés... o un australiano.

No, no ha sido la cursilada esa de San Valentín la que ha desatado mis recuerdos. Ha sido la pugna voraz y antropófaga entre Rajoy y Rivera para llevarse una tajada electoral a costa de usar las lenguas como espadas y no como sogas húmedas. Hace ya unos meses que me contaron, en un castellano muy mesetario, que el futuro venía con recentralización, recogida de competencias y bocado a las lenguas autóctonas que, según dicen, adoctrinan y son culpables del crecimiento del independentismo. Ya ven. Aún recuerdo la sombra siniestra y negra que tendieron sobre las ikastolas, que querían hacer aparecer como campos de entrenamiento más que como centros educativos y hoy, que sus alumnos forman tejido productivo, los índices de independentistas activos en Euskadi son más bajos que nunca.

A Ciudadanos le funciona el nacionalismo español como bucle de su origen puramente catalán. Rajoy sabe que le están cavando bajo su suelo electoral y emprende iniciativas incendiarias para mantener en alto el envido. Sólo así puede entenderse esta idea peregrina, que es como una tea lanzada con desgana sobre las llamas de un problema al que no sólo prendieron fuego, sino que regaron con gasolina durante años. Veo a Rajoy tañendo el arpa. Creo que está dispuesto a inmolarlo todo con tal de sobrevivirse y ese todo incluye a su propio partido. Eso o alguno de sus estrategas, reeditando sus consejos demostrados cruelmente fallidos, le ha dicho que lo de la casilla de la lengua puede terminar de sacar de sus casillas a la sociedad catalana y forzar a los que pueden mover ficha a apartar a los malditos para poder poner fin a la anomalía constitucional en la que viven. Quizá cree que este órdago va a embarrancar a Puigdemont de una vez por todas para detener el 155. O tal vez sólo esté haciendo lo de siempre: nada.

Sea cual sea la explicación, resulta poco admisible la utilización de una situación constitucional anómala y de transición para elaborar o transmutar políticas aprobadas en democracia por los gobernantes catalanes, que nunca han producido grandes fricciones y que se han constituido con el tiempo en un instrumento de igualación social y de integración incuestionable. Entre el Pijoaparte y Teresa había algo más que un abismo de tardes. Había una fractura que muchos no desearon para sus hijos. El sistema educativo catalán disolvió el charneguismo y dejó sólo las orillas comunes y vastas de la diferencia de clases.

Este camino alocado de estigmatización sólo puede ir en perjuicio de todos. Incluso de los que están dispuestos a depositar su voto a aquel que más beligerante sea con una diferencia lingüística que nos enriquece. Las escasas protestas por la escolarización en Catalunya, que apenas alcanzan al centenar y medio de familias, fueron políticamente espoleadas desde que Aznar abandonó su promiscua intimidad linguística. Pretender que el castellano está perdiendo no se sabe qué batallas en Catalunya sólo sirve para encender la espoleta de ese rancio rodillo centralista que quiere ignorar que una lengua que es hablada por 559 millones de personas tiene una fortaleza intrínseca que ningún político le puede dar o quitar. Pretender que idiomas hablados por diez millones de personas, o por un millón y algo, puedan acogotar el potencia intelectual, comunicativo, cultural, lúdico y social de la segunda lengua más hablada del planeta es de ignorantes o de malvados. Creer que poder hablar o entender dos o tres o mil idiomas es una ventaja económica siempre y cuando hablemos de idiomas extranjeros y no de lenguas españolas es hacer una política de secarral y de frentismo absurdo.

Propongo al ministro rajoyano que en lugar de continuar dándose golpes contra un muro que ellos mismos construyen, incluyan en la educación básica una asignatura en la que los niños de todos los rincones del Estado aprendan a decir en las lenguas de España: t’estimo, maitia o bico.  No sólo sería terriblemente constitucional sino que les ayudaría en su futuro. Doy fe.