GUERRA ISRAEL IRÁN
El paseo de Obama

Un atardecer de finales de agosto de 2013, el entonces presidente Barack Obama se dio un paseo de 45 minutos por el jardín de la Casa Blanca con su jefe de gabinete. Después de semanas de atormentados debates con su equipo y consigo mismo, Obama cambió de opinión.
Todo estaba listo para bombardear Siria como castigo al régimen de Asad por sobrepasar “la línea roja” que había establecido un año antes el propio Obama: el ataque contra civiles con armas químicas. Unos días antes, el ejército de Asad había matado con gas sarín y otras sustancias a más de 1.400 personas, entre ellas 400 niños, según documentaron entonces médicos, víctimas, vídeos y testigos y según confirmaron inspectores de Naciones Unidas.
Pero Obama, preocupado por las facciones poco claras en Siria, el ascenso de terroristas de Estado Islámico y un escenario de guerra civil parecido al de Irak, dio marcha atrás en el último momento y decidió llevar el asunto al Congreso, aunque no estaba obligado a hacerlo porque el presidente en Estados Unidos tiene los poderes para tomar decisiones de política exterior como esta de manera autónoma. Unos días después, Estados Unidos anunció un acuerdo con Rusia para que el régimen sirio destruyera su arsenal de armas químicas, y el debate nunca llegó al Congreso.
Pienso estos días en aquellos dilemas y en el célebre paseo sobre el que informé entonces como corresponsal en Estados Unidos en contraste con el espectáculo de Trump y los suyos con sus juegos y amenazas pronunciadas casi con tono de broma. Las voces críticas vienen ahora de los rincones más tóxicos de la política estadounidense, entrelazados con la defensa de Putin y hasta de Asad.
En 2013, en ese tiempo que ahora parece otro universo, la presión a favor de la intervención venía de activistas sirios y de algunos defensores de los derechos humanos que querían que Estados Unidos se involucrara más para proteger a los civiles. Human Rights Watch criticó que el Gobierno de Obama insistiera en la vía diplomática y “tratara a Rusia como un socio en los esfuerzos de paz en lugar de un facilitador de la masacre de Asad”.
Como contó Samantha Power en sus memorias, los dilemas eran inmensos también para ella, que había criticado en los años 90 la pasividad estadounidense ante el genocidio en Bosnia. En 2013, era embajadora ante la ONU después de años en el Departamento de Estado, y estaba entre los que pensaban que había que evitar la intervención militar y seguir empujando por otro lado. Años después, Power se arrepentía, visto lo que pasó: las masacres de cientos de miles de personas por parte del régimen de Asad, respaldado hasta el final de Rusia e Irán, y el éxodo de refugiados, que ha alimentado el ascenso de líderes autoritarios y racistas en todo el mundo. Varios incidentes mostraron, además, que Asad había seguido utilizando gas sarín y otras armas químicas después de 2013 y del supuesto acuerdo con Putin de mediador.
Escribo todo esto porque la memoria de pez que parece implantada en nuestra sociedad instantánea hace que nos olvidemos fácilmente hasta del pasado tan reciente como este.
La última década de Trump contribuye a borrar tiempos donde todavía había debates serios y dilemas para personas serias en un país consciente de su poder y del daño que había hecho y que podía hacer. Ni las decisiones ni los errores se tomaban a la ligera.
Es fácil caer en la tendencia perezosa a pensar en Estados Unidos como un agente cínico y malévolo sin matices sea quien sea el presidente, hasta el punto de disculpar a los peores tiranos del mundo si exhiben algo de anti-americanismo aunque sea de pega. Ver el mundo en blanco y negro es un atajo que requiere poca información y un sistema donde todas las piezas encajan. Pero claro que importa quien sea el presidente de Estados Unidos y quienes le rodean, y claro que no son todos iguales.
El historial de decisiones equivocadas en Washington es largo y ha causado mucho dolor fuera y también dentro de Estados Unidos. En algunos aspectos, Donald Trump es producto de la desastrosa invasión de Irak y la pérdida de confianza en las instituciones que vino después. Pero pensar que siempre ha sido todo igual de malo aplana la realidad, alimenta la apatía y favorece la peor versión de los políticos en el poder.
Como repite la historiadora Margaret MacMillan, a la que entrevisté hace unas semanas, “poco en la historia es inevitable”. Las decisiones de unos pocos hombres -todos eran hombres- llevaron a las guerras mundiales de las que MacMillan ha escrito tanto y tan bien. Como recalca la historiadora, siempre podría haber elegido otro camino, siempre había otra opción. Siempre hay otra opción.
9