La portada de mañana
Acceder
Feijóo confía en que los jueces tumben a Sánchez tras asumir "los números"
Una visión errónea de la situación económica lleva a un freno del consumo
OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

Y, ¿qué pasó con la corrupción?

Como por arte de magia la corrupción ha dejado de estar en el debate político. El asunto no figura en las proclamas de los partidos de cara a las elecciones europeas, o lo está tan de pasada que parece vergonzante. Sorprende la coincidencia. Pero a lo mejor no lo es tanto y la cosa puede haber sido hablada entre unos y otros, tal vez porque hayan llegado a la conclusión del que “y tú más” ha dejado de ser eficaz. Lo peor es que no sólo los políticos han decidido olvidarse de la corrupción, sino que el tema ha caído verticalmente en la lista de preocupaciones prioritarias de los españoles que proporciona el CIS. Para solaz de algunos analistas, por llamarles de alguna manera.

Cabe sospechar que ese desinterés popular no es casual, sino que se debe a que los medios hablan cada vez menos de la cuestión y si lo hacen es dándole mucha menos relevancia que sólo hace unos cuantos meses. Es de suponer que ello se debe a dos motivos: a que la corrupción ya no da noticias clamorosas o a que se ha dejado de buscarlas. Y ninguna de las dos supuestos cae del cielo, sino que seguramente ambas responden a planes bien trazados. Un ingrediente importante de los mismos debe ser la presión que el Gobierno ha ejercido sobre los principales medios escritos, primera fuente de las noticias en torno a los escándalos de corrupción revelados en los últimos años, que, unida a otros factores, distintos en cada caso, ha llevado al relevo en la dirección en al menos tres de ellos, justamente los de mayor difusión e influencia.

Otro, más recóndito y sólo detectable por algunas apariencias, es el tejemaneje que el Ejecutivo se debe estar trayendo en los órganos de justicia en los que de una u otra manera puede influir –y pocos se escapan a esa influencia, más allá de los jueces que individual y aisladamente se ocupan de los sumarios- para poner el máximo posible de arena en los rodamientos de los procesos, a fin de evitar que éstos avancen, que es cuando se producen las noticias. La jueza Alaya, la de los ERE, el juez Castro, el del asunto Urdangarín et alia, el juez Ruz, el de Gürtel, y unos cuantos más seguramente podrían contar de todo en esta materia, si pudieran y quisieran.

Lo cierto es que todos ellos, y particularmente los tres primeramente citados, aparecen cada vez más como los malos de la película en este entuerto, por acción o por omisión de grandes los medios de comunicación al respecto y también gracias a la incitación explícita a que como tales se les considere que vienen haciendo, y siguen en ello, distintos portavoces de los dos grandes partidos. De los dos, que la actitud del PSOE en el asunto de los Eres no es, ni en la sustancia ni en la forma, distinta de la del PP en el de Gürtel y sus enormes derivaciones.

Con todo, los señores Castro y Ruz y la señora Alaya pueden darse por satisfechos de no haber terminado como el juez Elpidio Silva. El magistrado que se atrevió a meter mano a Miguel Blesa, algo que parecía estar reclamando a gritos la mayoría de la ciudadanía y, a su manera, hasta los medios mismos, con las excepciones de rigor, fue primero objeto de un linchamiento mediático que, por poco que se conozca el sector o incluso no habiendo puesto jamás los pies en el mismo, olía a maniobra orquestada y ordenada desde el poder como solo huelen esas cosas.

Luego vino la farsa judicial, dirigida y articulada por una militante del PP, que apareció en el asunto como por casualidad, sin que ninguno de sus colegas ni órgano judicial alguno pusiera el grito en el cielo. Y el caso Silva ya ha dejado de ser noticia, sin que ninguno de los periodistas de cámara de esto que cada vez más se parece a un régimen, ni tampoco los partidos de la oposición, hayan tenido a bien a indignarse lo más mínimo ante un atentado tan descarado contra la justicia democrática como ese.

Que los corruptos, los miles y miles de corruptos que hay en España, indagados o no, han entendido que lo ocurrido con el juez Elpidio Silva, lo mismo que lo que ocurrió hace un par de años antes con el juez Garzón, es un claro mensaje de que pueden estar tranquilos caben pocas dudas. Como tampoco los hay de que los magistrados que siguen teniendo asuntos de corrupción en sus manos han leído esa peripecia como una advertencia a ellos mismos, sobre todo –aunque esa lección la deben tener bastante aprendida- comprobando la clase de colegas que tienen en algunos ámbitos de la justicia y hasta donde están dispuestos a llegar con tal de quedar bien con quienes deciden los nombres de los que han de ocupar los cargos que ellos detentan.

Está claro que los dos mayores partidos no quieren saber nada de corrupción y que toda su estrategia al respecto es que el tiempo pase, la dimensión de las implicaciones en los asuntos se vaya reduciendo, mientras sus aparatos, y sus abogados, consiguen limitar las responsabilidades propias a una serie de chivos expiatorios que aparecerán como culpables de todo el día que se celebren los juicios, si es que eso ocurre, por supuesto sin lesionar los intereses electorales de unos y otros, es decir, en fechas que respeten las de los comicios previstos. Izquierda Unida –a la que la corrupción no es ni mucho menos ajena, sobre todo en aquellos sitios en donde participa o ha participado del poder- y UPyD, aún no teniendo muchas implicaciones en el entuerto, así como los dos grandes sindicatos, a los que sí que les ha cogido de lleno ese toro, asisten en silencio a ese espectáculo.

Y para cerrar el círculo, la gente corriente se ha empezado a cansar de la corrupción. El asunto ya no está de moda, tal y como dicen los creadores de la propaganda oficial u oficiosa. Por los motivos antes citados, y también porque el que más o el que menos empieza a percibir muy claramente que la corrupción, en contra de lo que pudo parecer hasta hace muy poco, y eso reduce mucho el interés. En definitiva que salvo un incidente de recorrido imprevisto –que podría perfectamente tener lugar, y eso y poco más suscita alguna esperanza-, la corrupción que ha existido, y la que indudablemente sigue existiendo en uno de los países desarrollados más corruptos del mundo, puede terminar en el baúl de los recuerdos.