El pasado 29 de diciembre quedó visto para sentencia en la jurisdicción federal del distrito sur de Nueva York el caso de Ghislaine Maxwell, la facilitadora sexual (enabler, en inglés; alcahueta, en castizo) de menores. El beneficiario era su expareja, el magnate Jeffrey Epstein, quien se suicidó en agosto de 2019 en el centro penitenciario en el que estaba detenido a la espera de juicio.
De los seis cargos por tráfico de personas y de conspiración (equivalente en la práctica a una especie de cooperación necesaria), se han declarado probados cinco, lo que le puede suponer a la convicta una pena de hasta 40 años. Habrá que esperar a la sentencia. Lo que ya queda claro es que Maxwell facilitaba encuentros sexuales entre menores (entre 14 y 16 años) al que en esa época parecía ser su jefe, contactos que ella forzaba, ya fuera con dinero o con fuertes presiones, abusando de la precariedad económica o familiar de las víctimas, y ocasiones con violencia física y todo. En la actividad sexual de Epstein, en ocasiones, participaba la propia Maxwell más bien con su presencia.
La importancia de este caso es muy variada. En primer lugar, la fiscalía federal, con la adjunta Alison Moe a la cabeza, acusaba de conspiración para la violación y de tráfico de personas con miras sexuales. Ello ha podido ser así porque partieron, no de indicios, sino de las declaraciones, constantes y reiteradas, también en la vista oral, de cuatro de las entonces menores. Estas detallaron con todo lujo de detalles los encuentros forzados en los que se vieron obligadas a participar, en por los menos, dos de las residencias de Epstein, Palm Beach y Nuevo México; no constan probados actos en la de Nueva York ni en la de las Islas Vírgenes. Como sabemos, Epstein no pudo declarar y Maxwell negó los hechos en las declaraciones preliminares y, ejerciendo su derecho, no declaró en el juicio.
Queda, aparte de una compleja prueba documental que es introducida en el juicio de forma no menos compleja, según las reglas procedimentales anglosajonas, la prueba esencial: las declaraciones de las víctimas, que, según las crónicas in situ, declararon con convicción pese a los intentos —también legítimos, pero teatralizados— de la defensa de Maxwell de desmentirlas, ponerlas en evidencia y, al final, dejarlas por mentirosas y, a ser posible, por razones económicas. Su intento de revictimización —defensa estándar en los juicios por delitos sexuales— no funcionó: el jurado las creyó. Pese a ello, su testimonio salió adelante indemne.
Este es un punto esencial y nada fácil de obtener. Que las víctimas declaren, reviviendo su calvario, no es plato de gusto. Llegar hasta la silla de los testigos es un largo camino que, por mucha ayuda que se tenga, para los testigos aplastados por la coerción moral y la violencia de estos delitos, es una tarea ímproba. La declaración ha de ser, además, creíble. La solidez de las testificaciones ha de ser pétrea. El fuego cruzado a que son sometidas las víctimas-testigo en estos juicios puede rozar, sin sobrepasar nunca los límites de la buena educación, un auténtico calvario. La razón: salvo que exista una constancia gráfica (fotos, videos…), la única prueba fehaciente de la agresión la aporta la propia víctima. Y su declaración puede parecer contradicha por las de otros testigos, que las han realizado en sentido contrario.
Otro factor esencial en este tipo de casos radica en que las declaraciones, al menos las primeras en sede policial, aparte de voluntarias, no disten mucho en el tiempo de los hechos que se denuncian. Aquí, para algunas agresiones, han transcurrido más de 25 años; para otras, unos 15. Por más que, como se ha hecho en el Código penal, la prescripción de estos delitos se dilate, el tiempo siempre juega en contra borrando pruebas y confundiendo recuerdos. Cualquier buen interrogador, con un dominio profesional de la psicología del testimonio, lo sabe de sobras. Por ello, el paso del tiempo puede jugar en contra aun de los testigos más sólidos.
Al complejo caso Epstein —en una de cuyas ramificaciones próximamente se enjuiciará al príncipe Andrés— se ha añadido la inaccesible personalidad de Ghislaine Maxwell, tildada por los medios norteamericanos de socialité británica. Lo cual no es del todo cierto, pues tiene varias nacionalidades, algo que motivaron las reiteradas negativas a dejarla en libertad bajo fianza a la espera de juicio. Además, su nombre, infrecuente, es de difícil pronunciación en inglés. Lo único seguro es que se pronuncia sin “s”.
Esto no pasaría de ser una anécdota curiosa, que habría que agradecerle a su padre, el magnate Robert Maxwell, fallecido en aguas canarias en 1991, si no fuera porque esta oscuridad en la pronunciación del nombre, envuelve su propia historia. Nadie a ciencia cierta ha podido establecer su patrimonio, pues tanto se declaraba insolvente como dispuesta a afianzar con cantidades de 9 cifras su libertad, sin que nadie sepa de dónde podía salir tal capital. Unas veces aparecía casada con un hombre más joven que ella y en otras ocasiones documentaba su soltería. Después de haber cesado en su compromiso con Epstein, pasa a ser una de sus ayudantes, es decir, empleada suya. Su misión: proporcionarle las menores —su querencia manifiesta— para sus juegos sexuales y participar ocasionalmente en ellos, algo que, finalmente, la llevará a la cárcel por muchos años.
Pero el misterio más grande es determinar las alteraciones en los mecanismos mentales, si realmente son una patología, que llevan a una mujer a satisfacer sexualmente a un hombre, con el que tiene o ha tenido relaciones, no con su propio cuerpo, sino con su objeto de deseo más preciado: con menores extrañas a su propio mundo, menores forzadas y violentadas a practicar actos sexuales, que ella misma presenciaba ocasionalmente.
Por fortuna el Derecho penal no se ocupa de estas contingencias anímicas que tienen mucho de enigma envuelto en un misterio. Se ocupa de sus consecuencias cuando son lesivas, como en esta ocasión, para la indemnidad sexual de unas menores. Ahora parece que con éxito, pues empieza a declinar la impunidad de los depredadores sexuales, también la de los poderosos sociales, que son los más peligrosos.