Hasta la década de los noventa los resultados electorales de los partidos de extrema derecha europea eran por lo general muy modestos. En muy extraña ocasión alguno de los partidos asociados a esta familia ideológica superaba el 10% en elecciones nacionales o europeas. Sin embargo, desde entonces su dinámica de crecimiento ha sido constante, y hoy en día algunos de esos partidos superan ampliamente el 20%, e incluso han alcanzado el control de sus gobiernos nacionales.
No se trata sólo de un problema cuantitativo. La creciente presencia e influencia de la extrema derecha es tal que presiona a los partidos conservadores tradicionales hacia posiciones radicalizadas. Esto ocurre especialmente en materias donde la extrema derecha es electoralmente más competitiva, como sucede en cuestiones de inmigración, identidad nacional o seguridad militar. Fruto de esta dinámica, y de las alianzas institucionales que suelen fraguarse entre ambas familias, la frontera entre los partidos conservadores tradicionales y los de extrema derecha se ha ido difuminando. El caso paradigmático es el de Fidesz, el partido del primer ministro húngaro Viktor Orbán, que tras su radicalización terminó abandonando el grupo conservador del parlamento europeo -donde está el PP-. Orbán fue, de hecho, uno de los invitados estrella de la reunión ultraderechista organizada por Vox en Madrid hace dos años. Además, la nueva posición pro-OTAN de la mayoría de la extrema derecha está permitiendo un reordenamiento estratégico de las derechas europeas, facilitando así esa mayor porosidad entre las familias conservadoras.
Las causas que están detrás de este crecimiento de la extrema derecha son múltiples, y entre ellas pueden destacarse al menos tres: los efectos asimétricos que la globalización económica y el cambio tecnológico están provocando, tales como el incremento de la desigualdad y el empobrecimiento de las clases medias; la destrucción de los lazos sociales y comunitarios, especialmente en su forma institucionalizada de servicios públicos, los cuales juegan un rol muy importante en la cohesión social; y la reacción cultural ultraconservadora frente a las posiciones progresistas en temas tales como el feminismo o el ecologismo.
No subestimemos los riesgos que todo esto conlleva. Estamos hablando de una seria amenaza a la democracia liberal representativa y a los derechos sociales conquistados por el movimiento obrero socialista durante dos siglos de lucha. El riesgo evidente es el de retroceder a sistemas políticos estrictamente constitucionales, vaciados de todo contenido social, bunkerizados y vallados hacia fuera, y que en esas condiciones difícilmente podrían seguir siendo llamados democráticos. Al fin y al cabo, tras dos siglos de despliegue democrático ya debería ser claro que la democracia es bastante más que la carcasa legal que permite el funcionamiento del Estado liberal.
La respuesta de la izquierda ante esta dinámica está siendo dispar y, por lo general, confusa. Algunos partidos, como es el caso de los socialdemócratas alemanes y los nórdicos, han asumido partes notables de la agenda de extrema derecha, como en el caso de la inmigración. La izquierda radical, sobre todo en el este de Europa, también está desplegando una estrategia similar. El caso de Alemania es significativo, pues la escisión rojiparda de Die Linke está despuntando en las encuestas. Por otro lado, el discurso del temor a la extrema derecha parece encontrarse con límites notables. Esto no es algo que deba extrañarnos, pues la Europa liberal antifascista que se construyó tras la Segunda Guerra Mundial ya no tiene una generación que la recuerde, y las nuevas generaciones no tienen anticuerpos propios frente a formaciones políticas que, por otra parte, hacen grandes esfuerzos por no ser vinculadas simbólicamente a la ideología fascista del siglo pasado. Además, en muchos lugares ya se ha normalizado la presencia de estas fuerzas políticas en el gobierno, lo que neutraliza aún más el simple discurso apocalíptico.
Con todo, nuestro país ha estado al borde de ese abismo. Por muy poco España no es hoy gobernada por una alianza entre la extrema derecha y la derecha radicalizada, como sucede ya en muchas comunidades autónomas. Durante toda la campaña electoral este fue el escenario más probable según las principales empresas demoscópicas y los analistas políticos. Por suerte, el pueblo español progresista respiró tranquilo la noche del 23 de julio y vio que, efectivamente, contaríamos con otra oportunidad. Pero los riesgos siguen estando ahí, y volverán acrecentados si no trabajamos bien.
En los tiempos en los que languidece la llama de los movimientos democráticos, como me temo está ocurriendo, es mucho más fácil, y quizás lo más inteligente, pasar a posiciones defensivas. Pero hay que andarse con mucho cuidado. El filósofo Manuel Sacristán recordaba que, en este tipo de momentos, en los cuales se perdía la confianza en una fase de avance social –en una fase revolucionaria–, se corría asimismo el riesgo de liquidación del movimiento democrático organizado. Apuntaba a dos posibilidades que creo que es oportuno recordar.
La primera es la pérdida total de confianza en que una transformación social radical fuera realmente viable. Sumidos en la melancolía de lo que pudo ser, pero no fue, hay quienes terminan promoviendo la vuelta al seno de las viejas fórmulas socialdemócratas. Sacristán interpretaba así la transformación del Partido Comunista Italiano, el que fuera el más poderoso de todos los partidos comunistas europeos, en un nuevo partido asimilable perfectamente a la familia socialdemócrata. Casi de la noche a la mañana, una organización que había intentado construir una sociedad alternativa al capitalismo, y que denunciaba los planteamientos de la socialdemocracia, rendía sus armas y se pasaba en masa a un proyecto de simple reforma del mismo sistema que habían combatido con tanto ahínco.
La segunda posibilidad es la puramente inmovilista. Al quedarse sin perspectivas de triunfo rápido, los dirigentes de izquierdas se aferran discursivamente a las viejas consignas, sin adaptar ni su discurso ni su organización al nuevo contexto, con la esperanza depositada en que cualquier accidente social pueda devolver las posibilidades revolucionarias. Algo así como «cuanto peor, mejor». Una vez se asumía la derrota, ningún objetivo intermedio o táctica sería ya legítimo, y sólo quedará el vacío grito del atrofiado izquierdista.
España cuenta con varios ejemplos de ambas tentaciones. Por lo general es bastante conocido que, ante las derrotas sociales y electorales de la izquierda comunista, como ocurrió entre 1977 y 1982, importantes sectores se han pasado a la socialdemocracia, ya fuera como votantes o como cuadros políticos. La historia de la izquierda radical en España está salpicada de procesos similares, con derrotas políticas y electorales a las que seguían escisiones por la derecha. Pero son bastante menos conocidos los casos contrarios, que hoy traigo a colación.
Precisamente en las elecciones de 1982 Santiago Carrillo tuvo que dejar la Secretaría General del Partido Comunista de España tras unos malos resultados. El histórico líder comunista había sido durante la década anterior el principal partidario de la corriente eurocomunista en España, y sus movimientos tácticos, entre ellos todo el proceso de Transición y los Pactos de la Moncloa, habían desconcertado a la militancia comunista. Sin embargo, quien fuera el máximo defensor de esos regates cortos, fundó en 1986 un nuevo partido comunista de intransigencia doctrinaria y radicalismo discursivo. Una vez que el secretario general ya no veía posibilidades de ganar, se retiró a sus viejas proposiciones ortodoxas en las que se sentía cómodo –aun sabiendo probablemente de su inutilidad práctica–. Quien ya había pasado a la historia como padre de la recuperada democracia constitucional española ocupó su tiempo durante aquellos años en defender explícitamente la dictadura del proletariado a la vez que acusaba a la recién fundada Izquierda Unida de ser la liquidación del comunismo español. Aquella actitud le duró poco, porque su partido apenas pasó del 1% y pronto se disolvieron. Curiosamente la mayoría de sus activos pasaron a engrosar las filas del PSOE, si bien no el propio Carrillo.
También desde hace unos meses, y previamente a las últimas elecciones generales, había una sensación parecida en el ecosistema de la izquierda española. El diagnóstico que se trasladaba era que había llegado el tiempo de los reaccionarios también en España, y que lo que tocaba era pasar a las trincheras defensivas de la inocuidad política. Así, lo que hasta ahora había sido vendido como inteligentes movimientos tácticos, incluso de cesiones estratégicas en discursos y prácticas en beneficio de futuros réditos políticos, ahora de repente se convertía todo ello en expresión de la máxima traición a la causa. Este giro de los acontecimientos no es, a pesar de todo, una transformación irracional. Se trata sencillamente de una posible –pero no la única– conclusión lógica ante un pésimo diagnóstico: que está todo ya perdido.
Creo, honestamente, que la izquierda debe trabajar por evitar ambas tentaciones. En ambos casos se trata de una claudicación, aunque con formas diferentes. El escenario político europeo y mundial es de máximo peligro, pero nuestro país tiene por delante una oportunidad crucial, si bien no exenta de riesgos, que debemos aprovechar. España es un país vanguardia en muchas dimensiones, como ocurre respecto a los derechos LGTBI, la legislación laboral, la sanidad pública, el pacifismo y la solidaridad internacional y la lucha contra el cambio climático, entre otros. España es, no lo olvidemos, una referencia que se alza en contraste con las derechas más reaccionarias del continente. Proteger y ampliar todo ello debería ser el objetivo central de las izquierdas en este ciclo.
Atendiendo a lo ya expresado, creo que nuestro camino pasa por emplear todas las herramientas para erradicar las causas de la dislocación social por la que atravesamos. Por eso es tan sumamente importante el blindaje y ampliación de los derechos y servicios públicos, así como de cualquier otra institución que proteja a los sectores populares. Una estrategia, con sus tácticas correspondientes, de naturaleza constructiva y optimista. Una estrategia con un horizonte que no sea el de contener el aliento presas del miedo.
En definitiva, no creo que sea suficiente con una izquierda que se presente proféticamente como antítesis del caos presente o venidero. Si bien las diferentes izquierdas tienen que colaborar y tejer alianzas, tampoco me parece útil una izquierda incapaz de elevar un proyecto político indistinguible de otras fórmulas ya existentes. Y mucho menos es de utilidad alguna encerrarse en posiciones políticas que a lo máximo que pueden aspirar es a tener razón –la razón más pesimista– pero nunca a tener el poder para construir algo bello.