Se considera, con razón, que la prevaricación es la peor de las conductas de las que pueda ser protagonista cualquiera de los jueces y magistrados que integran el poder judicial. La prevaricación supone la sustitución de la voluntad general del legislador por la voluntad particular del juez, es decir, la negación de la legitimidad democrática, que es lo que hace que el juez sea un poder del Estado. El juez con su conducta prevaricadora niega su condición de titular de poder del Estado en el ejercicio de la función jurisdiccional. Es difícil que pueda haber algo peor.
Jurídicamente no cabe duda de que es así, pero, desde una perspectiva moral, no está nada claro que no pueda haber conductas en el ejercicio de la función jurisdiccional que repugnen todavía más que la conducta prevaricadora. No son constitutivas de delito, pero son odiosas.
Un juez o un órgano colegiado pueden no prevaricar, pero pueden utilizar sus conocimientos jurídicos para hacer la interpretación de la ley que pueda causar el mayor daño posible al ciudadano o ciudadana al que le es de aplicación dicha ley. Si la ley puede ser interpretada de varias maneras y se elige la que se sabe con seguridad que puede provocar el máximo dolor posible, no se está cometiendo ningún delito, pero se está actuando de una manera repugnante.
Es lo que acaba de hacer esta misma semana la Sección 27 de la Audiencia Provincial de Madrid al acordar que la instrucción del caso del supuesto suicidio asistido de María José Carrasco por su marido, Ángel, la continúe el juzgado de violencia contra la mujer, a pesar de que la titular de dicho Juzgado con la opinión conforme del Ministerio Fiscal consideraba que no debía ser ella la que instruyera, porque el caso no encaja dentro de lo previsto por la ley.
Sabemos, por la información publicada en diversos medios de comunicación, que María José estuvo muy preocupada por lo que le podría ocurrir a su marido en el caso de que le ayudara a morir y que, por esta razón, estuvieron esperando a que fuera aprobada la ley que regulaba la eutanasia y que, únicamente después de que la ley no fuera aprobada en el Congreso, ante la situación límite en que se encontraba, aceptó que su marido la asistiera para poner fin a su vida.
No andaba descaminada María José, aunque me imagino que no se le pasaría por la cabeza que habría gente tan malvada que pudiera convertir un acto de amor de su marido en una agresión violenta contra ella. Intuía que habría un horizonte penal, pero seguro que no pensó que se canalizaría de la manera que pudiera ser más ofensiva para su marido y para su propia memoria.
Hace unos días, con ocasión de la designación como Secretario de Organización de Podemos de Alberto Rodríguez, pasaron por televisión su intervención en el Pleno del Congreso de los Diputados, en la que despidió a un diputado del PP que había sido elegido parlamentario andaluz, calificándolo de “buena persona”, una de las mejores cosas, añadió, que se pueden decir de alguien. Muy “mala persona” hay que ser para hacer lo que han hecho los integrantes de la Sección 27 de la Audiencia Provincial de Madrid.
No han prevaricado. No han cometido ningún delito. Simplemente han utilizado sus conocimientos jurídicos para imponer la peor de las interpretaciones posibles de la ley, la que más daño puede causar a una persona que ha vivido durante años una situación dramática y a la que la decisión de los integrantes de la Sección 27 no puede no haber multiplicado su dolor.
Confiemos que en el inicio de esta legislatura se apruebe la ley que regula la eutanasia y que nadie en España tenga que pasar por lo que han pasado María José y Ángel y por lo que este último continúa pasando. No hay que dejar abierta la posibilidad de que haya jueces que se comporten como lo han hecho los integrantes de la Sección 27 de la Audiencia de Madrid. Porque haberlos, los hay y de su disponibilidad a ejercer “sin complejos” la función jurisdiccional no nos puede quedar la menor duda. No son prevaricadores, pero han ejercido el poder del que son titulares de la peor de la maneras posibles: para hacer daño a personas que ya han sufrido mucho.