Ningún partido tiene una idea para salir del agujero en el que la crisis catalana ha metido a la política española. A buena parte de ellos les importa poco eso. Están en otras cosas, en mejorar su posición en los sondeos y en erosionar la de sus rivales, en colocarse lo mejor posible de cara a las elecciones andaluzas, primero, y en las municipales y autonómicas después. Utilizan el conflicto que crece más allá del Ebro como un comodín, o un espantajo tenebroso, para esos fines. Y no aportan una sola iniciativa, sólo repiten lo que vienen diciendo desde hace años. Que no ha valido para nada.
Si no fuera porque lo que cada día se está gestando en Catalunya podría terminar muy mal en un futuro, nos conformaríamos con decir que hay poco más que teatro en la parafernalia de declaraciones con las que en los últimos días han pretendido abrumarnos. Porque detrás de tanto ruido lo cierto es que en el terreno de los hechos políticos no está pasando nada. Y porque todo indica que nada va a ocurrir en el horizonte previsible. A menos que se produzcan imprevistos catastróficos.
Hace quince días parecía que la estabilidad política existente se iba a venir abajo por culpa de la tesis doctoral de Pedro Sánchez. Hace una semana era una grabación de lo que la ministra de justicia dijo en una comida lo que iba a mandar todo al garete. Ahora es, una vez más, Catalunya.
Y no porque allí haya ocurrido algo extraordinario respecto de lo que viene ocurriendo desde hace más de un año. Aparte de que un sector de la juventud independentista se haya salido de madre. Lo cual era previsible que ocurriera en algún momento, dado que las más hondas expectativas de los independentistas están frustradas por el fracaso de su plan inicial.
No. La tensión que se vive en estos momentos nace de la incapacidad manifiesta del liderazgo independentista, y de Quim Torra en particular, para gestionar la situación. Habría que remontarse a la inepcia de José María Aznar en las horas que siguieron a los atentados de Atocha para encontrar ejemplos de despropósitos tan notables como los que el president de la Generalitat ha protagonizado en las últimas horas. Primero animó a los más radicales a seguir dando caña. Para tapar las críticas que ese mundo estaba haciendo a la actuación de la policía autonómica. Y sin medir el efecto que eso podía producir.
Y no fue pequeño. Porque la juventud independentista más radicalizada subió el tono hasta el punto de que se animó a entrar en el Parlament. Y como no sabía lo que decir tras ese espectáculo que en una medida no pequeña él mismo había alentado se le ocurrió la idea de echar la culpa al gobierno de Madrid y a exigirle que en el plazo de un mes hiciera una oferta para practicar el derecho de autodeterminación y a anunciarle que si eso no se hacía contribuiría decisivamente a tumbarlo.
Es muy posible que esa amenaza no se vaya a cumplir. Porque parece que sectores importantes del independentismo no están por ello. La carta que acaba de mandar a Sánchez proponiéndole una reunión sugiere que ya se ha arrepentido de ella. Pero es que incluso en el supuesto de que los independentistas le retiraran ahora su apoyo en Las Cortes, Pedro Sánchez podría seguir en La Moncloa, en precario eso sí, prorrogando los presupuestos de Rajoy y esperando que pasaran las municipales y autonómicas y el verano para luego decidir si disuelve el parlamento.
No, el problema no está en el impacto concreto –otra cosa es en términos generales– que las últimas evoluciones de la crisis catalana pueda tener en el escenario político español a corto plazo e incluso en el horizonte de un año. El problema es que el máximo poder político catalán está en manos de un hombre que es manifiestamente incapaz de ejercer esa responsabilidad. Lo que ha hecho y dicho esta semana debería obligarle a dimitir sin más tardanza.
Y lo más normal es que eso ocurra antes o después. Porque Torra, con su imprevisibilidad y sus salidas, compromete cualquier intento del independentismo de negociar una salida mínimamente aceptable o cuando menos de mantener abierta esa posibilidad. En definitiva de hacer política. Y porque todos los sectores del independentismo están, en una u otra medida, enfrentados con él. Su único activo político, el de ser el hombre escogido por Puigdemont para ejercer en su nombre, ya ha dejado de ser suficiente para mantenerle en el cargo. Es muy posible que el propio expresident haya intuido desde la lejanía belga que Torra empieza a perjudicarle más de lo que le beneficia como fiel seguidor de sus consignas.
Ocurra lo que ocurra a partir de ahora, el independentismo sale mal parado de los rifirrafes de estos últimos días. Pero que no se echen las campanas al vuelo. Porque nada indica que se vaya a hundir y porque, además, un reforzamiento de las opciones más radicales puede ser una de las consecuencias de este grave contratiempo.
Nadie con dos dedos de frente se puede atrever a proponer soluciones a la crisis catalana en estos momentos. Porque a corto y medio plazo no existen. Sólo cabe pedir buena voluntad y paciencia a quienes podrían contribuir a mejorar un poco las cosas.
Pero la derecha no está por esa labor. Se está ensañando con Rajoy. Que sí, cometió errores de bulto, como el del 1-O o la judicialización del asunto, que se durmió irresponsablemente a la espera de que el tiempo le quitara hierro al asunto. Pero, ¿qué habrían hecho Aznar, Casado o Rivera en su lugar en aquellos momentos? ¿Liarse a porrazos, mandar los tanques para garantizar la aplicación del 155 más duro posible como están pidiendo ahora? ¿O más? ¿Para repetir el error de Franco, que por muchas brutalidades que hizo en Catalunya, y fueron innumerable y terribles, no hizo sino silenciar temporalmente el problema para agravarlo?
Hoy por hoy el PP y Ciudadanos sólo utilizan el asunto catalán para quitarse votos entre ellos y para arrancar los que puedan al PSOE. Todo lo demás es teatro. Pero, ¿qué pasaría si un día gobernaran?