Carta a Pérez Reverte de una señora cualquiera

Ayer no me quedé de pasta de boniato, ayer fue un día más.

Me levanté a las 6'45 de la mañana, como cada mañana. Desperté a las niñas, les di el desayuno y las vestí. La mayor ya está en el colegio, así que ahora tengo que hacer doble trayecto: primero a la guardería a dejar a la pequeña y luego hasta el colegio de la otra. No sé en qué momento estas tareas empezaron a recaer exclusivamente en mí, a veces me pregunto si es dejadez de mi marido o es por la culpa que siento cuando delego las cuestiones de mis hijas en él. A veces me apetece no hacer nada, y que por un día lo haga todo él, pero miro a mi alrededor y eso no pasa en ningún sitio, entonces doy por hecho que la equivocada y la egoísta soy yo. Luego llegué al trabajo un poco tarde, corriendo pero sin correr del todo, para no romperme un tacón -no sería la primera vez que me pasa-. Mi jefe, que no tiene bastante con obligarnos a las chicas a usar tacones e ir maquilladas, me echó una miradita desaprobadora de las suyas. Desde que hace dos semanas tuve que irme del trabajo porque la pequeña se puso mala no me quita ojo de encima. Los años anteriores de puntualidad y cero ausencias, al parecer, no cuentan.

A media mañana un compañero me dio un masaje en el cuello que yo no había pedido; decía que me veía muy tensa, y que mi postura frente al ordenador no era “óptima”. Me deshice de él como buenamente pude, sin parecer grosera. Por un lado me ofende, pero por otra parte no sé explicar por qué, al fin y al cabo sólo estaba siendo amable. Aunque yo también soy amable y no voy a su mesa a masajearle nada. No sé, a veces no sé identificar por qué me molestan ciertas cosas.

Luego tuve una reunión, la típica reunión semanal con proveedores, ésa en la que rara vez hablo porque ya hablan mis compañeros y ya hablan los proveedores. A veces meto una palabra de canto, pero o no me oyen o me cortan. El otro día un superior cogió de mis manos el informe que yo había tardado 2 días en redactar y se lo leyó al resto porque “yo lo resumo, no te preocupes”. Creo que soy más útil en mi escritorio haciendo el papeleo que en esas reuniones, la verdad.

Al salir del curro caminé hasta una librería para relajarme un poco, para estar sola, con la esperanza de dar con un libro que me evadiera por las noches, tras caer rendida en la cama. En el trayecto, un adolescente pasó por mi lado y me llamó “MILF”, que a saber qué es eso, pero por su cara juraría que es una postura del kamasutra. Me sentí asqueada, no veo la hora de llegar a la menopausia, de no ser físicamente atrayente para el macho medio, de ser un poco invisible después de tantos años siendo una mujer en estado fértil y, por lo tanto, visible, cosificable y sexualizable.

Estaba a punto de entrar en la librería cuando coincidí en la puerta con un señor. El caso es que me sonaba. ¡Claro! Era Pérez Reverte, me leí de él La Tabla de Flandes y me gustó. Lástima que diera también con un texto que tiene, donde describía a una mujer con la que se topó por la calle, y que andaba con sus tacones como una “marmota dominguera”, asegurando a continuación que le dieron ganas de sacrificarla de un escopetazo como a un caballo. Sería gracioso si no fuera porque es verdad que hay hombres que matan a escopetazos a sus mujeres. A escopetazos y de formas mucho más crueles. Él me miró y, automáticamente, me sentí juzgada. Seguro que pensaba que debería sacrificarme por mis andares, pero es que yo ni siquiera quiero usar estos tacones: me obligan. Una ira contenida me subió desde el estómago. Él se detuvo en el umbral y, abriendo la puerta, se quedó a la espera para que yo pasara.

«Eso es machista», me atreví a decirle. Básicamente porque no puede uno publicar que quiere sacrificar a mujeres a escopetazos por cómo andan y luego cederles el paso como si las quisiera y las respetara.

Obviamente no estaba cediéndome el paso porque quisiera hacerme la vida más fácil; lo que le motiva a hacerlo es la imagen que se proyecta -a sí mismo- de él abriéndole la puerta a una mujer. Lo sé porque él mismo lo dijo unas horas más tarde en un artículo que me dedicó, llamado No era una señora: “No es por ti, boba. Sé de sobra que no lo mereces. Es por mí. Por la idea que algunos procuramos mantener de nosotros mismos. Algo que, mientras te veo entrar en esa librería que de tan poca utilidad parece serte, me hace sonreír con absoluto desprecio”.

Ya sé que no era por mí, ya sé que era por usted. Yo, sin embargo, cuando le llamé machista lo hice por los dos: por usted y por mí; aún tengo la esperanza de que, a base de pequeños revulsivos de este tipo, los hombres hagan autocrítica y dejen de evaluar nuestro físico como si fuéramos ganado, de tocarnos sin que lo pidamos, de copar nuestros espacios, de decirnos cómo vestir y hasta de valorar nuestros andares cuando ustedes no han tenido que subirse a unos tacones en su vida; y tampoco pierdo la esperanza de que, en vez de eso, empiecen por fin a centrarse en qué tipo de sociedad están construyendo con sus acciones y su forma de pensar.

Y obviamente sí que soy una señora, porque de haber sido un señor no me habrían dedicado un artículo entero para mí por una simple frase. Y eso lo aprendí, precisamente, en los libros de otras escritoras que me van abriendo los ojos, esos libros que usted asegura que no me han servido de nada. Frecuentar una librería, señor Reverte, no es sinónimo de nada si se acaba leyendo únicamente lo que le da la razón a uno mismo.