“Hay culpas para todos. Ben Bradlee, el director, se equivocó. Howard Simmons, el director adjunto, se equivocó. Comenzando desde luego con Janet Cooke, todos los que intervinieron este delito periodístico –o que no intervinieron, pero debían haberlo hecho– se equivocaron”.
De esta forma tan sencilla, Bill Green, ombudsman de The Washington Post, resumió uno de los fraudes más conocidos en la prensa norteamericana. Janet Cooke escribió en 1980 un reportaje estremecedor sobre un niño de ocho años adicto a la heroína. Algunos en el periódico tenían dudas sobre la historia, pero no sólo se publicó sino que Bob Woodward –el mismo de la investigación del Watergate– la envió como candidata a los premios Pulitzer. El trabajo de Cooke recibió ese premio en la categoría de reportajes.
Sólo dos días después de la comunicación del premio, el Post reconoció que era falsa. El niño nunca existió salvo en la mente de Cooke. Seis días después, el diario publicó un completo relato de los hechos encargado a Bill Green que describía el error colectivo. Green hizo unas 40 entrevistas en su intento de hacer una autopsia de todo el proceso de edición.
Ahí aparecía una explicación de Woodward, que había leído el artículo y autorizado su publicación: “Janet había escrito una gran historia. En cierto modo, tanto ella como el artículo eran casi demasiado buenos para ser ciertos. La había visto salir de la redacción para hacer una historia difícil y volver una hora después con una pieza bellamente escrita. La historia estaba tan bien escrita y armada que mi alarma simplemente no se activó. Mi escepticismo me abandonó. Fue una negligencia”.
Demasiado buenos para ser ciertos. La alarma no se activó, lo que llaman en inglés el “bullshit detector”, que podríamos traducir como el detector de estupideces que todo periodista, sobre todo si realiza labores de edición, debería tener siempre en funcionamiento.
Es el mismo dispositivo que estaba inexplicablemente apagado en la redacción de El Mundo cuando se autorizó la publicación del reportaje de Pedro Simón sobre la lucha de un hombre, Fernando Blanco, por encontrar un tratamiento que salve a su hija, víctima de una rarísima enfermedad que pone en peligro su vida. Cuando no hay nada para Nadia, se titulaba. Lo que sí había era infinidad de historias y anécdotas para alimentar al periodista y permitirle construir un reportaje que a buen seguro conmovió a muchos lectores.
Por si el estado de salud de la niña no fuera suficiente, había algo más: el padre contaba que estaba enfermo de cáncer, pero que se había negado a tratarse para poder seguir buscando una cura para su hija.
“Si esto fuera una película –ojalá que lo fuera– habría tres escenas deslumbrantes”, escribía el autor del reportaje. Y lo era, una obra de ficción en la que el único dato cierto por encima de toda duda es el punto de partida. La niña está enferma. Casi todo lo demás es falso.
Una primera lectura ya dejaba la impresión de que había cosas que no podían ser ciertas. Un detalle especialmente delirante era el viaje de ambos a Afganistán “bajo las bombas y los disparos” para encontrar a un “científico afgano”, una eminencia en la especialidad. El padre dice que Exteriores no le daba permiso para viajar a ese país (¿desde cuándo el Gobierno tiene que autorizar a los españoles a viajar al extranjero?), por lo que utilizó un pasaporte irlandés. ¿Por qué no le iban a dejar entrar a Afganistán con un pasaporte español? ¿Qué hacia un científico tan destacado en una enfermedad tan poco habitual en un país con una infraestructura sanitaria tan escasa? ¿Y cómo es posible que lo encontraran en una cueva?
Este y otros datos deberían haber alertado a las personas que revisaron el texto. O esa referencia de pasada a una conversación telefónica de hora y media con Al Gore que incluye el dato falso de que el exvicepresidente de EEUU tiene un hijo (tiene cuatro). ¿Al Gore? ¿Qué papel puede jugar en la historia de una niña española enferma? ¿No es cierto que los estafadores tienen por costumbre soltar nombres de gente conocida para que su historia parezca más creíble, más impresionante?
Al día siguiente, en su blog Malaprensa, Josu Mezo comentaba que el relato tenía demasiados datos inauditos para ser creíble y apuntaba una idea básica en el trabajo periodístico: “El periodista no puede ser un mero reproductor de declaraciones inverosímiles”. Se supone que debe contrastar lo que le cuentan y descartar aquello que la fuente no es capaz de confirmar con pruebas.
Unos días después, Ángela Bernardo, en Hipertextual, entraba al detalle de los datos científicos sobre esa enfermedad y descubría que varios de los hechos descritos no tenían ningún sentido. Nadie confirmaba la existencia del médico norteamericano que intentaba salvar a la niña ni su relación con el Premio Nobel de 2013. Bernardo hizo el trabajo que deberían haber hecho en la redacción de El Mundo y se puso en contacto con científicos que podían saber del tema. Su conclusión era que se trataba de una historia “plagada de inverosimilitudes y falsedades”.
El 2 de diciembre, y sin que hasta entonces El Mundo se hubiera dado por aludido, El País publicó un artículo –firmado por Manuel Ansede y Elena Sevillano– con más testimonios que terminó de confirmar que la descripción que hace Fernando Blanco sobre la enfermedad de su hija es falsa. Y lo mismo se podría decir de su cáncer.
Sólo entonces el autor del reportaje reaccionó para justificarse y para pedir perdón “por un error impropio de alguien que lleva ejerciendo la profesión 25 años”.
Un periodista puede emocionarse por la historia que le cuenta alguien, puede incluso creérsela, pero no debe escribirla si no está en condiciones de confirmar los datos más esenciales. Y sus sentimientos no deben nublarle el juicio e impedirle darse cuenta de que algunas de las cosas que le están contando no pueden ser verdad. Un periodista no es una grabadora.
No puede escribir que los padres de la niña “llevan gastados exactamente 2.136.121 euros” cuando ni siquiera pueden enseñarle una foto de esos viajes por todo el planeta a la búsqueda de una cura milagrosa.
A día de hoy, el artículo con todas esas historias inverosímiles continúa colgado en la web de El Mundo sin más ampliación que sendos enlaces a la petición de disculpas del autor y a un texto donde se incluye una copia del diagnóstico original de la enfermedad y una transferencia que, según El País, Blanco se hizo a sí mismo.
Los documentos no desmienten nada de lo denunciado por los otros artículos. No hay ningún reconocimiento aún por parte del periódico de que la labor de edición fue inexistente, de que el artículo no debió publicarse, de que su director y el resto de miembros del staff directivo son responsables de que sirviera para que Fernando Blanco apareciera con su hija en varios programas de televisión y recaudara 150.000 euros, según ha dicho.
Dinero procedente de personas que se creyeron la historia y que no es aventurado decir que fueron estafados. Gente que se lo pensará dos y tres veces antes de donar dinero para cualquier persona que lo necesite.
Eso es lo que define a toda esta sucesión de errores profesionales. Una estafa periodística en la que hay demasiados cooperadores necesarios.
Miércoles 7 diciembre
El Mundo ha publicado el 7 de diciembre un editorial con el titular: Un grave error periodístico que no se debería repetir. Ahora el reportaje original está encabezado por un recuadro, que dice que “contiene importantes errores que no fueron verificados por el periódico” y que “el autor ha sido víctima de las mentiras del padre de Nadia”.