Soy periodista desde hace medio siglo y he ejercido mi oficio en cuatro continentes. Pues bien, no me inquieta en absoluto nada de lo que este miércoles propuso Pedro Sánchez en el Congreso para intentar luchar contra las mentiras, los bulos, las injurias y las calumnias en los medios de comunicación. O, al menos, para ayudar a la ciudadanía a distinguir entre la información veraz que consagra la Constitución y la propaganda obscenamente partidista, entre el trigo y la paja.
Lo que me desasosiega de veras es que se considere que tan periodista es aquel que difunde trolas desde un confortable despacho o plató que la compañera o el compañero que se juega la vida para contarnos los horrores de una guerra y dar voz a sus víctimas. Pero no veo nada peligroso en que los medios se vean obligados a facilitar con claridad meridiana la composición de su capital. O a informar de cuánto dinero de los contribuyentes reciben en forma de publicidad institucional. Al contrario, creo que el mundo del periodismo, que reclama transparencia a todo el mundo, debiera ser el primero en practicarla.
Para ayudar al ciudadano a dar o no credibilidad a una supuesta información, puede ser útil que sepa quiénes son los dueños del medio que la difunde, de dónde procede el dinero con que se sostiene, sobre todo si procede de nuestros impuestos, y cuál es su verdadera audiencia. ¿Dónde está el problema? ¿Alguien tiene algo que ocultar?
Me formé en un mundo periodístico que valoraba la información bien contrastada, que prefería no dar una supuesta noticia a dar una noticia falsa, que insistía en distinguir claramente la información de la opinión, siendo la primera sagrada y la segunda libre. Existían, por supuesto, tabloides, prensa amarilla, radios y televisiones basura, pero se situaban en los márgenes del sistema, eran como el porno al buen cine. Ahora, sin embargo, se sitúan tan en el corazón del sistema que mucha gente no sabe distinguirlos del viejo buen periodismo. Ayudan a la hegemonía del amarillismo las redes sociales y las aplicaciones de mensajería, que tienden a magnificar lo chillón, lo escandaloso, lo grotesco.
Recordó este miércoles Sánchez que nuestra Constitución adjetiva con veraz el derecho de los ciudadanos a recibir información. La veracidad implica tanto la exactitud de los datos que se facilitan como la no ocultación de otros datos que puedan poner en cuestión la tesis de la noticia. La veracidad implica también la aplicación del mismo rasero a todas las noticias.
Pondré un ejemplo de este mismo miércoles. Resulta que el mismo diario madrileño que tanto dio la tabarra atribuyendo a ETA los atentados yihadistas del 11 de marzo de 2004 publicó a todo trapo en su portada que siete jueces del Constitucional “puestos por el PSOE han salvado a dos expresidentes andaluces del PSOE”. No le niego a ese diario su derecho a poner el acento sobre las afinades ideológicas o políticas de los magistrados, pero me pregunto por qué no hace lo mismo cuando informa sobre las decisiones de los Peinado, García Castellón, Llarena, Marchena, Joaquín Aguirre y compañía. ¿Por qué no dice que son jueces conservadores, derechistas, puestos por el PP? ¿Por qué asume las palabras de tales togados como si procedieran del mismísimo Dios en el Sinaí?
Mis dos últimas preguntas son retóricas, claro. No nací ayer, sé que los medios tienen la línea editorial de sus dueños, la que corresponde a las ideas y los intereses de sus amos. Y también sé que montar un periódico, una red radiofónica o una cadena de televisión cuesta mucha pasta y que la gente que la tiene suele ser más de derechas que de izquierdas. Pero, insisto, no veo el menor peligro para la democracia en que los lectores, los oyentes, los espectadores tengan claro quién paga y de qué pie cojea tal o cual medio. Al contrario.
Proteger a los periodistas y sus fuentes frente a las autoridades y también frente a los propietarios y directivos de sus propios medios a través de estatutos de la redacción, esto supone fortalecer este hermoso oficio. Negarse a facilitar los datos sobre la composición del capital y la publicidad institucional recibida es opacidad, enmascaramiento, censura a la postre.
Caigan los disfraces y sepamos, como exige el reglamento aprobado por la Unión Europea, que son los socios los que pagan mayoritariamente los gastos del diario en el que escribo y de algunos otros, y son bancos, fondos buitre, capitales extranjeros y publicidad de tales y cuales ayuntamientos y comunidades beligerantes los que sostienen a muchos otros.
Sí, amigos, hay que seguir la pista del dinero, como hacen los buenos investigadores del género negro. ¿Quién paga a aquellos medios que difunden la idea de una España arruinada por el Gobierno y gangrenada por los okupas y los inmigrantes? ¿Quién encumbra a los columnistas y telepredicadores que practican la violencia verbal y fomentan el odio al que no piensa como ellos?
Para terminar, tampoco me asusta lo más mínimo que se agilicen y refuercen los mecanismos de rectificación de mentiras, injurias y calumnias. El daño que causan a inocentes debe ser reparado con prontitud y contundencia. Y no atrapo una crisis aguda de corporativismo ante la idea de que el público conozca los nombres de aquellos que violan la deontología periodística. Que cada palo aguante su vela. El periodismo no implica una patente de corso.